No hay otro remedio, hay que encerrarse, confinarse, alejarse de posibles contagios, que proliferan. No hay un rincón de los barrios, las ciudades o los pueblos, no hay costa, ni montaña, no hay un solo lugar público que no tenga el recuerdo efectivo de un rastro del virus.

Todo eso que acabo de enumerar es verdad. Pero, como nos solía enseñar don Emilio Lledó en sus clases de Filosofía en la Universidad de La Laguna, dentro de toda verdad hay una duda, "dentro de todo sí hay un pequeño no y dentro de todo no hay un pequeño sí". Busquemos los noes y los síes en este laberinto en el que nos han orientado la información, la superstición o la ciencia.

Estamos en estado de alarma en todo el mundo. Las normas médicas ya se han contado y son del dominio público. Seguirlas es sencillo, pues consisten, sobre todo, en algo que se supone que ya hacíamos: lavarnos las manos, cuidar la higiene sobre todas las cosas. Los que no lo hacían habitualmente hallaran regocijo en esta costumbre, pues es muy confortable sentir la espuma del jabón sobre nuestro cuerpo.

El lavado de manos, en concreto, resuelve muchos grumos de nuestra cabeza, pues mientras te afanas en algo tan misterioso y complejo, y necesario, como las propias manos, la cabeza se centra en misteriosos recuentos de la propia vida. Raimon cantaba: "Del hombre miro siempre las manos". Esa costumbre de hacer de las manos el centro del cuerpo le viene bien a la mente. Es saludable para el espíritu y ahora es imprescindible para salvarse, le dijeron los científicos al presidente del Gobierno.

El otro imperativo categórico que hay que tener en cuenta, porque si no la salud corre el peligro que ya han padecido otros, es el confinamiento. Hay que lavarse las manos en casa, juntarse con los propios, si acaso, y no salir si no es estrictamente imprescindible. En este punto tengo algunas dudas que quizá deba consultar a mis amigos médicos: ¿tampoco puedo pasear por el barrio, aunque sea alejado de quienes quieran darme la mano o besarme?

En todo caso, es mucho más seguro seguir en casa. Para cumplir con este precepto, que también le ha sido comunicado al presidente del Gobierno por parte de doctores que saben más que los legisladores, lo primordial, claro, es buscarse qué hacer en las casas. Los domicilios personales son castillos extraordinarios, donde hay cosas que uno no sabe que tiene. Esta estadía en casa, que se presume prolongada, es una ocasión extraordinaria para que sepamos más de nosotros y de nuestra historia personal.

Las casas están llenas de fotografías a las que el maldito móvil no te ha dejado regresar; de libros que nos has vuelto a ver desde que, hace años, formaron parte de tus mejores emociones; de música que fue sepultada por los sucesivos inventos que dejaron a un lado los prehistóricos tocadiscos.

La casa, en la que ahora mandan el televisor y todo lo que empieza por tele, es un hogar lleno de secretos que se han ido transmitiendo al oído de los habitantes domésticos, pero que se han quedado en el olvido cibernético. Cartas que no sabemos donde se guardaron, postales que contaron viajes inolvidables de los que no nos acordamos desde que la memoria depende de un clic.

Hay algo más que se ha perdido y que ahora, en este confinamiento obligado por la salud, puede resurgir en las casas y a través de los viejos teléfonos, pues ya se ha dicho que los móviles también han de ser desinfectados. Me refiero a la conversación, la vieja costumbre de hablar sin mirar los aparatos digitales; hablar para saber o para contar.

Sucede ahora que todo lo que se cuenta, o casi todo, se apoya en el móvil: quieres explicar algo, pues ahí está el dichoso aparato poniendo palabra o imagen a lo que en otro tiempo hubieras dicho con tus propias palabras, con tu particular percepción, con tu modo peculiar, propio, de ver las cosas. La conversación se ha ido rompiendo en favor de los chats en los que familias, amigos o desconocidos dictan el temario de lo que hemos de decirnos entre nosotros. Nuestras impresiones personales vienen dictadas por la agenda universal que habita en Internet.

Tenemos juguetes extraordinarios que han vivido en casa y que ahora se pueden rescatar. Cada habitación, desde la cocina al trastero, es un misterio que ahora se nos ofrece como parte de nuestra excursión por el confinamiento. Hay una novela que está hecha para perderse por habitaciones extraordinarias, llenas de diversión y de misterio. Es Rayuela, de Julio Cortázar. Si no la han leído, léanla. O reléanla si la leyeron ya. Y la semana que viene me la cuentan. De viva voz, sin imágenes ni emoticonos. Verán cómo se divierten y se curan, si es que han sido atrapados por? Ahora no me acuerdo del nombre de la amenaza.