Querer siempre me pareció menos. Amar es más grande. Más profundo. Qué bonito es el amor en primavera, dicen. Y en otoño, y en invierno y... en la estación... del metro también. Pero de tanto usarlo... hasta se rompe. Se oxida, si no se toca. Son las cosas del querer. Unas veces, tan las mismas que las del amar y otras tantas tan diferentes... Se quiere a mucha gente y se ama a unos pocos.

Entre esos pocos están ellos. Los elegidos. Los hijos. Y algunos de estos hijos de nuestro desquiciado tiempo -muchos más de los que imaginamos- empiezan dañando la autoridad de sus padres y terminan por dañar directamente a los padres. Les roban la dignidad. Cada vez más casos llegan a los juzgados. Solo son la punta de un iceberg que asusta. Una madre confesaba entre lágrimas de desconsuelo e impotencia como su hijo adolescente la tenía aterrorizada y cubierta de moratones.

¿Tanto hemos cambiado? ¿Lo hemos hecho para peor? ¿No hay almas justas ni buenas, no hay almas platónicas en estos chavales que crecen sin conocer el no? Les alimentamos de un exceso de amor.

Un exceso de amor siempre es un defecto de amor. Cuando unos padres dejan que el hijo cumpla años sin conocer límites están alimentando al cuervo que les sacará los ojos. Cuando dejamos que los críos tengan montañas de regalos estamos generando seres egoístas, sin empatía, que no distinguirán jamás el yo de las otras personas del verbo.

Para estos infantes que han sido tratados como emperadores, no hay ni tú, ni él, ni nosotros, ni vosotros, ni ellos. Estos niños amados hasta la náusea terminarán por atacar a sus padres porque se creerán con derecho a hacerlo.

La agresión es la reina de ese callejón sin salida en el que terminarán si no se les frena antes. No es solo decirles que sí, que por supuesto, a todo. Es permitirles, por la comodidad que supone para los padres, que se aíslen del mundo real con las tablets, las consolas o los ordenadores.

Ese aislamiento les provoca irrealidad y les lleva a hacer sólo lo que les da la gana. Sus padres y madres son esclavos. Sus esclavos. Chavales que hemos convertido en niñatos que no saben lo que es una lavadora, recoger unos platos o ayudar con la mesa.

Nuestros padres nos daban la lista de recados y a ver quién se planteaba no cumplirla. Tampoco había premios por las notas. ¿Las notas? Estudiar era nuestro trabajo. Nuestra obligación. Y, cuidado, como no fuesen buenas las calificaciones... Hoy, los recados los hacemos los padres. Si se les estropea el cargador del móvil, para que no se enfade, para que no se altere el niño, corremos rápido, madre o padre, o los dos, a por uno nuevo.

Todo para seguir agigantando el pedestal en el que viven y desde el que se creen gigantes y ven nada menos que a sus padres como enanitos a su servicio. Digamos no, no y no cada vez que sea necesario y desde ya.

Otro mimo innecesario es esa tontería de que no vean a sus abuelos tal y como están. Tal y como están es la vida. Los abuelos antes morían en las casas. Es el ciclo de la vida. Pero nosotros estamos empeñados en ocultarles todo. Así nos va. ¿Nos puede extrañar, con este panorama, que haya hijos tiranos? Piénsenlo.

Feliz día de la mujer. Gracias, mil gracias, por existir.