Bajo lo que está cayendo los hay que, guarecidos por el paraguas de su obsesión, denuncia que realmente no se está atacando lo peor, y lo peor es que en el Parlamento de Canarias no se haya comenzado a tramitar la ley electoral según mandata el Estatuto de Autonomía de Canarias aprobado en 2018. En el pleno de la próxima semana está previsto tratar el asunto, pero los partidos con representación parlamentaria no parecen especialmente activos ni entusiasmados. Creo que por una vez sus señorías tienen razón. Todos conocen -cabe suponer- que la ley electoral canaria debe estar aprobada antes de finalizar 2021, pero nadie lo considera una prioridad política y legislativa de primer orden. Digamos que hay otras cosillas, desde tratar de impedir que el dichoso coronavirus de origen chino arruine las perspectivas de alojamiento turístico hasta conseguir, antes del verano, la aprobación de la normativa que regule la renta básica. Cabe sospechar que entre dedicar esfuerzos al consenso sobre la ley de renta básica y la ley electoral la mayoría de los ciudadanos tendrían pocas dudas.

Todavía no ha terminado de disiparse ese espejismo que atribuye el actual Gobierno de Canarias -de centro izquierda- a la rebaja de los topes porcentuales en las circunscripciones insulares y a la lista regional. Pero más o menos pronto -o tarde- los partidos de derecha y centroderecha conseguirán, con este mismo modelo, sumar mayoría suficiente para gobernar, apoyadas o no por fuerzas minoritarias, o se pondrán de acuerdo las dos fuerzas mayoritarias para hacerlo. La extraña fantasía según la cual un sistema más representativo tiene como venturoso subproducto gobiernos progresistas -y ya se sabe que los gobiernos progresistas son mejores, simplemente, por serlo- resulta absolutamente ajena a cualquier reflexión politológica seria. Por desgracia abundan las buenas gentes -yo se lo he escuchado a ciudadanos integrados la plataforma Demócratas para el Cambio- que la triple paridad y su consecuencia, la sobrerrepresentación de las islas menores respecto a su población, es un caso de libro de malapportionment, es decir, de creación de circunscripciones con intenciones de manipulación electoral. Esas observaciones solo revelan una palmaria ignorancia sobre la historia del archipiélago y la aproximadamente nula conciencia política regional que existía en Canarias a principios de los años ochenta. El pleito insular solo se podía soslayar y la desconfianza de las islas menores solo se podía vencer a través de un artefacto político-electoral como la triple paridad que, a fin y a la postre, ha sido un instrumento a favor de la cohesión política de una Comunidad autonómica con poquísimos hilos institucionales, simbólicos e ideológicos para ponerse en marcha -y ganar en legitimación- hace cuarenta años.

Consensuar una ley electoral es necesario, pero la mejora de la salud democrática de la comunidad canaria demanda cumplir otros requisitos con mayor urgencia: desde la descarada partidización y la evidente infradotación profesional y tecnológica de organismos como el Consejo Consultivo y la Audiencia de Cuentas hasta la fiscalización de los fondos asignados a los grupos parlamentarios, hasta el momento absolutamente opacos. La calidad democrática de un país no solo se fortalece en las urnas.