El miedo no es una visión del mundo [aunque a veces lo parece]. (Karl von Hammerstein)

El miedo en su variante social llega como una estampida. Convierte el sentimiento de temor particular en acción pública. Nos sorprende de la mano de un accidente nuclear, de una crisis económica, de un ataque terrorista o de la proliferación de un virus. Cuando el miedo rebasa las barreras racionales a las que lo sometemos habitualmente y se transforma en creencia colectiva, nos sitúa a todos al borde del pánico. Resulta muy difícil gobernar ese tipo de miedo. Se ha escapado de nuestros esfuerzos por controlarlo. Una vez se desata, sirve de poco apelar a la información para volver a enjaularlo en el marco tranquilizador de lo cotidiano. El miedo social cava profundo en los temores individuales y muestra la fragilidad de las costuras que zurcen nuestras sociedades. El miedo social cabalga a lomos de las redes sociales y del click morboso en busca del último conteo de apestados.

La Sociología ha indagado en el miedo social, concluyendo que sus expresiones y sus mecanismos de propagación son bastante diferentes en la postmodernidad a como lo han sido en las sociedades del pasado. Sus explicaciones pueden ayudarnos a entender cómo es que en un arranque de pánico colectivo (algunos dirán que solamente se trata de prevención) hemos agotado las provisiones de mascarillas y antisépticos en las farmacias ante una nueva variedad de virus que, cuando escribo este artículo, afecta solo a una veintena de personas en España y no ha causado ningún fallecimiento. Además, según datos de la extensión de la enfermedad en Italia, un país con un sistema sanitario homologable al nuestro, el coronavirus Covid-19 ofrece una tasa de letalidad solo algo superior a la de una gripe común, concentrada en personas con patologías previas graves y edad avanzada.

El miedo ha acompañado a la tribu humana desde sus orígenes. Sus fuentes han cambiado poco a lo largo del tiempo. Tememos como especie al hambre, a la guerra, a la vejez, a la enfermedad, a todo aquello que nos acerca a la muerte. Pero este miedo atávico del ser humano ha encontrado un nuevo hábitat en la postmodernidad. Ulrich Beck definía hace 30 años a nuestras sociedades como comunidades del terror, completamente obsesionadas por garantizar la seguridad colectiva. En la Sociedad del Riesgo Global, este sociólogo alemán, sin duda uno de los pensadores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX, señalaba que el miedo ha dejado de ser una emoción individual o marginal, reservada al análisis clínico. Con el fin de las certezas de la modernidad, de la fe colectiva en la razón y en los avances científicos, el miedo se ha reinstalado como una Weltanschauung, una verdadera explicación total de nuestra sociedad.

El miedo postmoderno adquiere distintas formas, pero todas ellas toman el aspecto de una peste global incontrolable. Hasta finales de la década de los setenta, el riesgo nuclear dependía de un acto tan políticamente controlable como apretar o no un botón rojo, que llevaría a la destrucción mutua de las potencias de la Guerra Fría. Pero después de Three Mile Island, de Chernóbil o de Fukushima, la ciencia ha dejado de garantizar la seguridad de esta energía y todos nos hemos imaginado alguna vez bajo una nube tóxica. Desde finales de los setenta, también, hemos aprendido que los riesgos financieros, que estallan en cualquier lugar de la economía globalizada, se propagan rápida e inexorablemente como una epidemia. El terrorismo también ha mutado de lo local a lo global. De la relativa familiaridad con el goteo de víctimas causadas por grupos como el IRA, ETA o las Brigadas Rojas, hemos pasado a la violencia irregular e indiscriminada del terrorismo islámico, completamente incontrolable a través de los dispositivos convencionales de seguridad pública. En el ámbito de la salud y desde la irrupción del sida, ha crecido la paranoia social ante el riesgo de contagio generalizado sin respuesta médica, mientras se agota la efectividad de vacunas y antibióticos. El riesgo se ha globalizado y la globalización constituye la autopista a través de la cual se difunde ese riesgo. Sin garantías, el miedo social se convierte en una constante, en una forma de vida y en un instrumento para reinterpretar la sociedad.

Para Ulrich Beck son precisamente esos nuevos miedos sociales los que nos definen. La sociedad posmoderna tiene como proyecto normativo garantizar la seguridad. Pero se encuentra con la paradoja de que los riesgos que más nos preocupan son inasegurables. A medida que se toma conciencia de la incapacidad de los gobiernos, de la tecnología o de la ciencia para avalar nuestra completa seguridad, se abre la puerta a episodios recurrentes de pánico colectivo. El miedo social se vuelve políticamente ingobernable y queda sujeto a la emocionalidad, a la conspiración, a la interpretación paranoica de los acontecimientos.

Las raíces de la colaboración y del enfrentamiento entre individuos dentro de la sociedad del riesgo también se ajustan a la respuesta de la tribu ante la amenaza externa. Una vez perdida la fe en la modernidad solo queda plegarnos sobre nosotros mismos, buscar la protección de los más cercanos, abrazarnos no por motivos de solidaridad sino simplemente empujados por el miedo. Eso nos lleva a comprar compulsivamente mascarillas mientras las autoridades sanitarias nos recomiendan no hacerlo, a acumular en nuestras despensas alimentos imperecederos, a desconfiar de quienes vuelven de Italia o de China, a poner en cuarentena a ciudades, cruceros y hoteles o a pensar si tendría sentido cerrar fronteras y aeropuertos. El peligro común nos hace iguales en la sobrerreacción. El miedo que compartimos nos une. Pero nuestra respuesta es fragmentar el mundo ante el riesgo.

Hace solo una semana nos poníamos las máscaras de Carnaval para burlarnos colectivamente de nuestros miedos. Ahora estamos dispuestos a usar las mascarillas sanitarias que guardamos a mano en un cajón para protegernos individualmente de ellos. Sin bromas esta vez. Todos bastante asustados.