Valcárcel no se podría imaginar, meses atrás, cuando tituló el Tercer Festival de Filosofía de Málaga como "Democracia y Supervivencia", que las connotaciones apocalípticas del encuentro fueran tan realistas. Para redondear la escena, el cartel de La Térmica, la organización cultural más importante de la ciudad, representaba una máscara antigás de la Primera Guerra Mundial, que haría las delicias de los más asustados por el Covi-19. Convocados por Valcárcel, nos reunimos en el nuevo local de La Malagueta un grupo de especialistas en filosofía, geografía, música, artes plásticas y pedagogía, para debatir sobre el sentido de la presencia del Apocalipsis en nuestra cultura. Valcárcel se preguntaba qué era real y qué retórica en este asunto, pero resaltaba que, fuera una cosa u otra, la representación del Fin es ahora planetaria.

No pude escuchar todas las exposiciones, por lo que no puedo hacer una crónica del encuentro. Solo deseo ofrecer consideraciones que tienen como telón de fondo la crisis del coronavirus. El ambiente lo calentaba hace unos días un artículo del filósofo Giorgio Agamben, protestando por las medidas que había decretado el Gobierno italiano restringiendo libertades básicas cerca de Milán. Argumentaba el filósofo que, si la epidemia viene provocada por un virus no más grave que el de la gripe, se debía explicar la alarma mundial provocada por la prensa, las agencias de gobernanza y los comunicados de los gobiernos. Su opinión es que el Estado no pierde la ocasión de producir estados de excepción como forma habitual de gobierno.

Inspirado por Walter Benjamin, Agamben lleva tiempo desplegando la opinión de que la excepción es la norma del Estado. Su tesis es que allí donde se abre paso el Estado, allí aparecen tarde o temprano los tanques, por lo que Agamben defiende que las medidas de Italia significan una clara militarización de la población. Al final afirma de forma clara: "Pareciera que, habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos sus límites". Si Valcárcel se preguntaba si la condición apocalíptica del presente es real o retórica, Agamben no lo duda: es retórica, un mero medio de dominación del Estado. La finalidad de esa retórica es producir miedo, y con él generar la demanda de seguridad por parte de la población. El Estado así se legitima en su propia política. En suma, un círculo vicioso.

No hay Apocalipsis sin aceleración. Y no hay aceleración sin escalada. El círculo vicioso es un conocido instrumento de escalada. En este caso se trata, diría Agamben, de sembrar inquietud, generar miedo, ofrecer seguridad a cambio de eliminar libertades, aumentar la dominación. Estos fenómenos llevan el viento en las alas cuando se dan en un ambiente en el que también otros elementos en escalada dominan la situación. En este caso, son los fenómenos de aumento de población, intensas migraciones, reemergencia del aspecto siniestro de la Tierra con fenómenos meteorológicos extraños, plagas bíblicas, guerras continuas, masas de refugiados. La sincronía refuerza recíprocamente las escaladas, y de esta manera la alarma se hace general e intensa.

Así se vive en una atmósfera que connota todas las vivencias con una sensibilidad hiperestésica. Tarde o temprano, el miedo genera odio y este produce hostilidad. Y cuando la vida está dominada por la presencia del enemigo, como amenaza permanente, entonces ninguna conversación es posible con el enemigo, cuyas palabras son sonidos de un lenguaje extraño. Llegados ahí, a voces demandaremos poderes fuertes, con manos libres, grandes líderes que vendan fuerza, radicalidad, atrevimiento y dureza, los ingredientes de la oferta de seguridad. Así, la excepcionalidad será también un fenómeno de escalada y de aceleración, y en su torbellino todo estará permitido para garantizar la supervivencia.

Todos estos procesos no tienen necesidad de mucha retórica porque anclan en la estructura de la imaginación. No requieren mucho refinamiento. No hace falta un gran poder para ponerlos en marcha. Se encarga de ello la aspiración de la mente humana a la prevención. Es ella la que atiza los procesos de escalada. En este sentido, la necesidad de prevención se siente desprotegida ante su enemigo interno, la imaginación. Agamben, que en su filosofía ha abordado el concepto de ser humano evadiendo estos hechos elementales, tiene que situar todos estos fenómenos en el poder del Estado. Pero hay razones para sugerir que, por el contrario, el Estado ha conocido una historia tan larga y continua por las bases antropológicas que le ofrecen su razón de ser. Sin ellas, su dominación sería insoportable. En realidad, calma deseos reales.

Esto es lo que, en cierto modo, le ha contestado el filósofo francés Jean Luc Nancy a "su viejo amigo Agamben". Su argumento inicial es ad hominem pero no me parece irrelevante. Hace treinta años, cuando Nancy tuvo necesidad de un trasplante de corazón, Agamben le recomendó que no se operara. Ahora Nancy le recuerda que, si le hubiese hecho caso, hace tiempo que con toda seguridad estaría muerto. Este argumento parece irrelevante, pero no lo es. Desciende al hecho real, y es que por debajo de las abstracciones de la filosofía, hay seres humanos singulares que tienen cada uno las mismas exigencias de supervivencia, y que de repente experimentan una mutación de masa en la medida en que todos convergen en un mismo deseo.

Lo relevante del artículo de Nancy no se agota ahí. Muestra que los Estados no tienen que decretar estados de excepción, sino que ya es la humanidad entera la que vive en él. No es una retórica, sino una realidad, parece decir Nancy respecto de la pregunta de Valcárcel. Y añade: "Se pone en duda toda una civilización. Eso es seguro". En esto quizá estaría de acuerdo Agamben, pero Nancy es muy duro y no lo tiene en cuenta. El artículo de Agamben, que en realidad resume el sentido de su obra final, le parece "una maniobra de distracción más que una reflexión política". No es la manipulación del Estado, sino la fuerza imparable de la voluntad de la especie de mantener su unidad, su comunicación, su suerte, hoy como hace millones de años. Eso fuerza a los seres humanos a recorrer la Tierra. Mientras haya condiciones de vida diferentes, como por exclusas, los seres humanos se moverán por los desniveles de la corriente.

Cuando uno se pone delante de las más de trescientas personas que se reunieron en La Malagueta y tiene que hablarles mirándoles a la cara, es difícil acordarse de todo lo que se dice. El calor humano exige a la inteligencia una prestación de libertad. Pero sí recuerdo con seguridad haber dicho lo siguiente: el conjunto de fenómenos que hemos descrito nos hacen pensar que estamos ante un atolladero evolutivo. En estas épocas emergen las atmósferas apocalípticas en las que el fastidio de una prevención casi imposible se entrega al alivio de presentir un final en el que ya toda prevención es irrelevante. En la mayor parte de las ocasiones anteriores el ser humano presentía el atolladero. Ahora lo conocemos.

La semana pasada, en un centro de opinión de Madrid, alguien me decía que la humanidad siempre acaba encontrando una salida. A este amigo no le inquietaba el dato de que otras estirpes homo quedaran en el dique seco. Tampoco los costes con los que la humanidad sale de estas situaciones. Y esta es la cuestión central. Porque en estas circunstancias se olvida toda normatividad, y la especie se refugia en un darwinismo extremado que no podemos identificar sino con la barbarie. Y cuando recordamos la afinidad que Hayek estableció entre darwinismo y capitalismo, comprendemos que el capitalismo avanzará su proceso de concentración de riqueza sin tener que producir situaciones de riesgo mediante burbujas especulativas. Se limitará a aprovechar las catástrofes que vengan. Y entonces los Estados serán lo único que tengamos.