El presidente Ángel Víctor Torres ha asegurado que el Gobierno autonómico no precintará por motivos sanitarios más hoteles y no se me alcanzan los motivos por los que afirma tal cosa. Este coronavirus está a un paso de convertirse en una pandemia. Ayer la Reserva Federal de Estados Unidos decidió bajar los tipos para estimular la economía víricamente engarrotada, pero quizás lo más interesante es que las direcciones del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional han decidido que sus reuniones, a partir del próximo mes, serán de carácter telemático. Cuando las élites, al mismo tiempo que alertan contra el alarmismo, deciden no correr ni el riesgo de darse la mano ocurre que se genera cierta desconfianza.

El coronavirus genera miedo porque no se sabe lo que es. Se convertirá en la primera pandemia mundial que podrá seguirse en directo desde los móviles y minuto a minuto: la sobreinformación sobre los acontecimientos desplaza a la información sobre las causas y consecuencias reales de la multiplicación del virus. Si lo desean pueden entrar en la portentosa web de la Universidad Johns Hopkins y comprobar al segundo, sobre un mapa interactivo, la evolución de la pandemia. Lo acabo de consultar e indica 91.000 casos diagnosticados y 3.118 fallecidos. En tres o cuatro días se superarán los 100.000 casos. En dos o tres meses el millón. China ha podido contener la propalación encapsulando ciudades y pueblos gracias al ejército y a la policía militar. Nosotros no estamos dispuestos a semejantes sacrificios que tendrían un coste económico singularmente alto. Nadie está dispuesto a renunciar a su partido de fútbol, a bailar de madrugada entre miles de personas o a perderse una comilona con los colegas. Así que el Covid-19 se integrará en nuestro ecosistema infeccioso y habrá que seguirlo minuciosamente para que alguna indeseable mutación genética, en los meses y años sucesivos, consiga que sea tan contagioso, pero más letal. Si no se pasan ciertos límites será un virus admisible. Es una pena que no se le pueda deportar a Mali, como hacemos con los migrantes, o hundirlos en el mar, como hacen las patrulleras griegas, o gasearlos discretamente, como se hace en la frontera turca. Porque soportamos mejor un virus que mata, pero poquito, que un migrante que quiere vivir, pero demasiado, o en todo caso, demasiado cerca.

(Conocí a don Juan Arencibia una tarde ya remota, a las puertas del Casino, y ante mi sorpresa, me invitó a un café. Era un hombre grave de amabilidad exquisita. "Por supuesto que no pienso como usted", me dijo, "pero usted tampoco piensa como yo y eso no impide esta café ni esta conversación?¿Por qué no le gusta Santa Cruz?". Ayer lo enterraron. Era hijo adoptivo de esa ciudad que amaba pudorosamente, que quería, digamos, en posición de firmes, y ningún concejal del gobierno municipal estuvo presente en el sepelio. Ninguno. Supongo que a este paréntesis responderá algún mandado con burlas o risitas anónimas. Allá ustedes. Allá todos los que encuentran insignificante o grotesco lamentar ese gesto torpe e indecoroso hacia una parte sustancial -se comparta o no- de la memoria de nuestra ciudad.)