La filosofía ha venido ocupándose del problema de la verdad desde sus mismos inicios. No en vano, nuestra secular disciplina nace con el intento de dar cuenta de la realidad racionalmente, sin recurrir a los mitos, en lo que se ha dado en llamar el paso del mito al logos. El propio término filosofía significa literalmente amor a la sabiduría, por lo que resulta evidente que la razón de ser de la filosofía es la búsqueda de la verdad. El propio Aristóteles nos dice en su Metafísica que el hombre tiene por naturaleza afán de saber. Y Kant señaló que la primera de las tres grandes preguntas a las que la filosofía trata de dar respuesta es precisamente "¿Qué puedo conocer?" y a esta cuestión dedicó una de sus grandes obras, Crítica de la razón pura, donde el de Königsberg indaga acerca de las condiciones de posibilidad del conocimiento, así como sobre el origen y los límites del mismo.

El nacimiento de la ciencia moderna y la progresiva separación de las diferentes disciplinas científicas del que otrora fuera el tronco común del saber no han hecho que la filosofía haya abandonado su preocupación por el problema de la verdad; antes al contrario, buena parte de los desarrollos filosóficos más importantes del siglo XX tuvieron lugar en el ámbito de la epistemología en general y de la filosofía de la ciencia en particular. ¿Existe la verdad?, ¿puede el ser humano alcanzar la verdad?, ¿cuál es el criterio para distinguir lo verdadero de lo falso? son preguntas con un cariz indiscutiblemente filosófico que nos siguen preocupando hoy en día y a las que, como suele ocurrir en filosofía, no podemos dar una respuesta concluyente, definitiva. Mas del hecho de que existan preguntas que no podamos responder no se sigue, ni mucho menos, que no nos las debamos seguir planteando, que hayamos de renunciar a la reflexión racional sobre ellas. Más aún en estos tiempos de posverdad y fake news.

En efecto, vivimos bajo la amenaza de la posverdad y a su expansión ha contribuido no poco el desarrollo de las nuevas tecnologías en general y de las redes sociales en particular. Y para combatirla, qué duda cabe, la formación filosófica resulta más que conveniente, resulta indispensable. Pues aunque la filosofía no disponga de recetas mágicas (más bien consiste en la lucha de la razón contra la magia) para que podamos distinguir lo verdadero de lo falso, aunque la filosofía nos muestre cuán difícil es vislumbrar la verdad como prueban los diferentes criterios epistemológicos que a lo largo de la historia de la filosofía han sido propuestos, no cabe duda de que la filosofía dota al individuo de herramientas para afrontar críticamente el incesante flujo de información al que se ve continuamente expuesto. De ahí que, entre otras razones, el presumible retorno de la filosofía a las aulas, si finalmente se produce, de la mano de la nueva ley de educación sea algo que todos, y no solo los filósofos, debamos celebrar.