El temor, fronterizo con el miedo, a que la expansión del coronavirus se convierta en una pandemia se apodera poco a poco de la opinión pública. Las autoridades sanitarias adoptan medidas preventivas y en los medios se discute sobre si el exceso de atención a un fenómeno que, de momento, no causa más mortandad que cualquier otra clase de gripe, no estará creando un ambiente propicio a la histeria colectiva. El miedo es un habitual compañero de viaje de nuestra civilización. "Todo el mundo tiene miedo -escribió Jean Paul Sartre- y el que no lo tiene no es normal". En su libro "El miedo en Occidente", el historiador francés Jean Delumeau nos describe el ingenioso sistema de defensa de que disponía en 1580 Augsburgo para garantizar a sus habitantes una noche tranquila y controlar a forasteros potencialmente peligrosos. Disponía de cuatro gruesas puertas sucesivas controladas por un vigilante, un puente sobre un foso, un puente levadizo, una barrera de hierro, y al fin una gran bodega susceptible de alojar a quinientos hombres armados con sus caballos. ¿Una precaución excesiva? No debió de parecérselo a Michel de Montaigne cuando la visitó. Augsburgo era entonces la ciudad más rica y poblada de Alemania y estaba demasiado expuesta a la codicia ajena. Protegerse del miedo es una tarea imprescindible en la perpetuación de cualquier especie. Aunque no se debe exagerar. Estos días se oyen propuestas más o menos disparatadas en la lucha contra el coronavirus. Como esa petición de un político italiano de extrema derecha para que se cierre el Parlamento. Ponerle puertas al campo (como suele decirse coloquialmente) es una tarea tan imposible como impedir por mucho tiempo el masivo intercambio de personas y mercancías propiciado por la globalización. Y el resultado está a la vista. Las bolsas se han desplomado y actividades deportivas de ocio que concitan el interés de miles de seguidores han tenido que suspender sus partidos, o jugarlos sin público. Hasta el Carnaval de Venecia, el más antiguo y famoso del mundo, dejó su celebración para el año siguiente. Pese a todo, se impone un llamado a la cordura. Que se sepa, no estamos ante un problema como el que provocó en 1918 la llamada "gripe española" que dejó millones de muertos. Recuerdo, muy de niño, haberle oído contar a un veterano marino mercante la penosísima impresión que le produjo ver por Bilbao una interminable sucesión de cortejos fúnebres. Ni siquiera ante la llamada "gripe asiática" de 1957 que me cogió estudiando el bachillerato. Desde la perspectiva del alumnado, fue aquella una gripe estupenda. Hubo que suspender las clases por la deserción de profesores y estudiantes contagiados. La falta de control propició la prolongación del asueto y entre la gripe propiamente dicha y una lenta convalecencia más de uno disfrutó de un mes sin clase. Tengo un grato recuerdo de aquella "gripe asiática" llamada así porque también tuvo su inicio en China.