Mi familia me fue contando qué pasaba sobre las cosas y las casas y las plataneras y las escuelas y las guarderías mientras caía sobre nuestro pueblo, nuestro barrio, nuestra propia casa, la maldita lluvia roja que llenó de sombra y de fuego nuestra realidad y nuestras memorias.

El Hierro, La Graciosa, Fuerteventura, Lanzarote, La Palma, La Gomera, Gran Canaria, Tenerife, todas las islas, desde un confín al otro de este archipiélago de tanta belleza concentrada o dispersa, se convirtió en una misteriosa bola de fuego o de arena, y primero la extrañeza y más tarde el miedo fueron las señales de un estupor que al principio se manifestó como un brochazo rojo del destino.

Los que ya somos mayores, capaces de recordar también lo que nos recordaron nuestros padres o abuelos, pusimos la señal del pasado en nuestra memoria. El poeta Joan Margarit, que vivió la adolescencia en Santa Cruz de Tenerife y ahora tiene 81 años, me recordaba por teléfono, en medio de las noticias rojas de la semana negra, aquella plaga de langosta que cayó sobre las islas y que tanto se asemejó a la que ahora estaba atropellando la respiración de los isleños.

Aquella langosta, o cigarrones, pegaba contra los cristales frágiles de mi propia infancia. Supe mucho después, por Alfonso García-Ramos, que fue uno de nuestros grandes periodistas, que había un versificador casi analfabeto al que llamaban Venanceo, que le dedicó uno de sus pareados fañosos a aquellos bichos enormes que yo veía con el estupor con el que ahora los biznietos contemplaban la lluvia roja. Esos versos decían: "Langosta berberisca/ eres mala y arisca".

Más allá de los recuerdos estaba la realidad que sufrieron los isleños o los visitantes atrapados como en una isla de Cortázar, sin poder trasladarse de un lado al otro, sin poder tomar sus aviones, sin poder siquiera salir a respirar. El aire azotado por el temporal causó estragos entre los asmáticos y los niños y los ancianos, y de pronto a las islas también las acosó el miedo al fuego, que se hizo real, presente, duradero, en Gran Canaria y en Tenerife. Hoteles tuvieron que ser desalojados, familias enteras perdieron sus casas o sus pertenencias, negocios grandes y pequeños soportaron una crisis inmediata, pues el fuego ni tarda ni perdona.

Tras esta bola de fuego rojo que ensombreció el aire y el ánimo y las haciendas vino el maldito virus al que tanta importancia se da, sin que la ciencia diga todavía qué se puede hacer con él. La planta hotelera isleña y los propios isleños han recibido un potente aviso sobre la fragilidad de esa importante industria en la que se basan el porvenir y la riqueza de que disponemos en las islas.

Un hotel entero, ocupado por mil personas, tuvo que ponerse a resguardo; las crónicas dicen que el personal, tanto el del hotel afectado como los sanitarios que han tomado el control de la situación, han hecho admirables trabajos para atenuar los efectos más visibles del drama. Hoteleros y ciudadanos en general son conscientes del perjuicio que estos hechos tienen sobre nuestra imagen como destino turístico. No estamos solos los isleños en la evidencia de estos efectos, pues todo el mundo, sobre todo en Europa, está sufriendo el estupor que viene de China y que ya alcanza prácticamente a todos los continentes.

La lluvia roja es un fenómeno que ya pasó, ha dejado una huella como de furia de la naturaleza; este otro accidente mayor, el que afecta a la salud, es aún más delicado y duradero. Requiere la acción de las autoridades sanitarias, que por fortuna han convertido la nuestra en un ejemplo de los sistemas sanitarios del mundo, y de la paciencia y solidaridad de los ciudadanos para que los efectos del drama vayan asentándose sobre la información científica y no sobre los rumores.

En el caso del maldito virus el rumor se ha ido acomodando a esa especie de alergia que dan las noticias falsas; cuanto más falsas, más se las cree la gente. Las noticias falsas cabalgan a lomos de la maldad. Y esa maldad está llenando las esquinas y los medios de dichos que parecen mucho más de brujos que de científicos. Una situación así, tan propicia para la mentira y el sobreentendido, requiere una información tranquila, veraz, llena de la buena voluntad de ayudar, exenta del ánimo de ahondar en la preocupación y en el estupor para beneficio de los que se ríen del prójimo sobre todo cuando éste se halla asustado e indefenso.

Todo esto pasará y será recuerdo de los nietos del futuro. Pero ahora lo que ocurre es como aquellas bolas de fuego y de cigarrones que, en la adolescencia de muchos de nosotros, era una historia dicha como un cuento de miedo por nuestros inmediatos antepasados.