Alguien dijo una vez que el periodismo es un vasto océano de conocimiento de un milímetro de profundidad. Es una manera elegante de afirmar que nos movemos a tal velocidad por ese mar que se denomina actualidad que apenas nos quedamos en la espuma de las olas. O dicho de otra manera, que somos unos ignorantes.

Habría que tener cierta indulgencia con la vertiginosa todología que se le exige hoy a los periodistas. Tienes que hablar de las microalgas y luego de los yacimientos de telurio en un volcán submarino y después de la diferencia entre la encuesta de población activa con el paro registrado y más tarde, tal vez, de la madre que parió al CoV-2, que es el nombre oficial del coronavirus que produce la patología del Covid-19. Vamos al galope de un asunto al siguiente intentando aprender y descubrir certezas que poder contarle a la gente. No es mucho, pero es suficiente para mantener encendido un fuego de campamento en una de las profesiones amenazadas por la extinción.

Mientras escribo estas palabras, que antaño servían para envolver pescado -hoy no me puedo imaginar una caballa envuelta en una pantalla de teléfono- tengo tos seca, malestar general y mucha sensación de frío. Incluso podría jurar que me cuesta respirar bastante más de lo habitual. Es decir, que ha empezado a sonar una estruendosa alarma en mi cerebro advirtiendo que me estoy poniendo enfermo. Mi mujer -esa persona sensata que todo el mundo debería tener al lado - me dice que con la calima que hemos vivido estos días lo milagroso es no tener la garganta y los pulmones como un papel de lija. "¿No has visto como están las aceras, tan llenas de tierra que hasta se pueden plantar papas?", me dice.

Tiene razón. Hace apenas unos meses me habría tomado unas vitaminas y uno de esos sobres que te venden para tratar la gripe (que ya sabes cómo se cura, en siete días con tratamiento o en una semana bebiendo agua). Pero eso era antes. Ahora mismo solo veo mascarillas y autoridades sanitarias con caras de estar gravemente estreñidos que me piden calma y tranquilidad. Y cuando el que manda pide calma es una señal inequívoca de que debes estar preparado para salir corriendo.

Estoy seguro de que muchos vamos a padecer un catarro. Una coriza o resfriado común de los que hemos tenido cientos en nuestra vida. Pero también estoy razonablemente seguro de que bastantes de nosotros vamos a sufrir un pequeño ataque de pánico, como el que tengo yo ahora mismo. Porque por encima de la estadística y de la lógica flota siempre el miedo, que tiene las alas mucho más largas y vuela mucho más alto que el sentido común.

Si se leen los síntomas del Cov-2 les va a parecer que los tienen todos. Pero no te contagias por comer una pizza o un arroz tres delicias. Me repito todo esto. Y además me lo creo. Pero, puñetas, que difícil es que el miedo se calle la maldita boca.