Con ocasión de su viaje definitivo a ninguna parte, en algún periódico se ha recordado una frase clarividente que pronunciara o escribiera Mario Bunge, al afirmar que "los recortes a los gastos científicos equivalen a recortes del cerebro y benefician solo a los políticos que medran con la ignorancia". Asumiendo que el pensador argentino no pretendiera incluir a toda la clase, los signos indican que el número debe ser alto. Muchos o pocos, previsiblemente Bunge se refería a aquellos que destacan y avanzan en base a su estupidez, al vacío de conocimiento en el que sobreviven y en el que, paradójicamente, se sustenta su ascenso social y su presencia en las primeras filas de su partido. Si para algo sirven algunas de las catástrofes naturales que afectan al bienestar de la población, es para evidenciar la fragilidad que están alcanzando las estructuras sanitarias, el desconocimiento generalizado acerca de los principios de la salud pública, la dificultad de los gobiernos para afrontar las consecuencias nocivas de lo imprevisto y prevenirlas con la suficiente agilidad. En el conflicto inevitable entre los sucesos que se anuncian y las respuestas disponibles, uno tiene la sensación de que son los mecanismos preventivos los que suelen estar ausentes del escenario. Repetir que nuestro modelo sanitario es excelente -y lo es, en la medida en que lo son las personas que lo sostienen- no puede ocultar las deficiencias que lo han ido deteriorando durante la última década como consecuencia directa de políticas que lo han adelgazado, han reducido su crecimiento y adaptación a nuevos retos, y han frenado la incorporación de profesionales jóvenes y bien formados en todos los sectores del sistema. Basta darse una vuelta por los pasillos de muchos hospitales públicos o por los centros de salud de barrios periféricos, para que esa sensación se manifieste con la amarga crudeza de lo incontrovertible. No es infrecuente que las habitaciones acusen falta de higiene, lo que constituye una amenaza permanente para que las infecciones hospitalarias acechen en los rincones y multipliquen el daño de cada patología, que las infraestructuras precisen actualización, que el personal auxiliar sea escaso y se encuentre maltratado por una brutal desproporción entre la necesidad y la capacidad, mientras el especializado se mueve a toda prisa bajo una carga de angustia que crece durante años. Por ello es sospechosa la deriva de algunos editoriales que muestran su preocupación por los mercados, esos entes alegóricos que no admiten retrasos ni reducción en sus ganancias. Cuando la contaminación asola la calle y el clima muta a su antojo, como si poseyera libre albedrío, cuando la basura y los patógenos se manifiestan en el salón, insistimos en subrayar que tenemos una sanidad pública potente. Sería más correcto reconocer que aún es resistente a los recortes, a los esfuerzos privatizadores y a la precariedad impuesta en los diferentes niveles de la educación y la investigación. Mientras tanto, lo que preocupa a la élite de esa clase política señalada por Bunge es que en el gobierno haya comunistas.