Tengo un pensamiento malévolo, de esos que Angel Víctor Torres, nuestro presidente, dijo hace poco que no hay que tener. El pensamiento me apareció de repente, como un sarpullido o una carta de la agencia tributaria. Fue enterarme de que el PSOE iba a proponer una reforma del Código Penal para reducir las penas por sedición y rebelión y me dije yo, para mis adentros: "Esta gente ha perdido la vergüenza. Le van a dar una amnistía a los políticos catalanes encarcelados. El pago por los votos a la investidura de Pedro Sánchez".

No sé si vale como disculpa, por pensar tan mal, que yo sea un ateo muy devoto. Es decir, que crea más en la estadística que en los milagros. Vamos a ver: que el Gobierno quiera reducir los años de condena por sedición y rebelión es una cosa. Que los políticos catalanes que están en la trena hayan sido condenados por esos delitos es otra. Y que ese cambio en las penas pueda reducir su condena fulgurantemente es otra distinta. O sea, son tres cosas distintas, aunque parezcan conectadas entre sí y, a su vez, conectadas con que los partidos de esos políticos pusieran a Pedro Sánchez en el Gobierno. Es como hablar del pasto, la vaca, la leche y el queso. Son asuntos diferentes, aunque formen una cadena lógica que lleva de una cosa a la otra.

Uno mira esto y se acongoja. Es como si hubiera fallecido el sentido común. Ministros que tienen entrevistas "secretas" en los aeropuertos y acaban en los telediarios. Un presidente que ahora dice una cosa y después, con desparpajo, la que haga falta, aunque sea la contraria. Un país donde el gobierno defiende hoy ardientemente la independencia política de la Fiscalía y decide mañana, tal vez para demostrar que nunca debemos creer a los gobiernos, cesar a una ministra de Justicia para nombrarla, por la puerta giratoria de los despropósitos, fiscala general del Estado. Un país en donde hay un norte cada vez más rico y unos sures cada vez más pobres y donde las izquierdas se han alineado políticamente con los soberanistas del norte dejando tirados como agua sucia a los pobres del sur.

Hay dos maneras de reformar un país. La que se practicó durante la transición, soportada en el consenso y las leyes, que edificaron un modelo de Estado que, mejor o peor, ha funcionado casi medio siglo. Y ésta otra, que lasca a lasca, cesión a cesión, está despiezando un modelo de solidaridad entre los territorios permitiendo que cada perro se entienda con su propio rabo. La socialdemocracia española, de insólita excursión con la extrema izquierda y el patriotismo marxista, ha aceptado traicionar el espíritu de una fuerza política que históricamente defendió a los territorios pobres frente a los ricos. La de un partido que un día levantó la bandera de un país europeo, moderno, de ciudadanos libres e iguales: aquel que el socialismo construyó de forma impagable en 1982 con su famoso cambio. De aquello solo quedan hoy las cenizas esparcidas al viento del egoísmo territorial y la desunión.

Todas estas circunstancias me llevan a ser indulgente por haber pensado tan rematadamente mal sobre esa futura reforma penal (por cierto, igual que Felipe González), las conversaciones bilaterales o la cesión de la gestión y la digestión Seguridad Social a los vascos. E incluso por haber llegado a la fatal conclusión de que en este país se ha perdido completamente la vergüenza, porque se empezaron utilizando las instituciones, las leyes y la democracia para servir a los intereses de los partidos y hemos acabado usándolo todo al servicio de un político que es capaz de pagar con cargo al Estado el precio de sus pactos de poder.

El pensamiento maligno sigue ahí. Pero ya casi lo estoy controlando.