He venido a Zaragoza para entrevistar en público a un gran escritor asustado, Theodor Kallifatides, de 82 años, a quien la Librería Cálamo le entregó anteanoche, viernes templado del Ebro, el premio del año al "libro extraordinario". Hubo otros premiados: El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, de la moldava de 1978 Tatiana Tibuleac, editada por el infatigable Enrique Redel en Impedimenta, y Canto yo y la montaña baila, de Irene Solá, catalana de Malla (1990), editada por los infatigables Jordi Herralde y Silvia Sesé en Anagrama.

A mí me tocó charlar con Kallifatides en la entrega de premios. Por la mañana hubo una rueda de prensa en la librería, donde compré los libros que no conocía, los de Tituleac y Solá, además de los dos libros de Irene Vallejo que aun no tenía. Irene Vallejo es la autora de El infinito en un junco (Siruela), del que escribiré más muy pronto. Compré también las memorias impares del muy impar José Luis Cuerda que ha editado Pepitas de calabaza. Pude haber comprado toda la librería, que es una tentación que tengo desde que era un adolescente que iba a mirar libros a las librerías del Puerto de la Cruz, mi pueblo.

Mi vida podía haber sido muchas cosas, supongo, como todas las vidas, pero hubo un momento, cuando aprendí a leer, en que entre mi madre, la radio, los periódicos y la librería todo me llevó a la letra impresa y, sobre todo, a los libros. Por eso mi gratitud a las librerías es inmensa. Devoro letra impresa desde que era un muchacho caminando por las aceras del Puerto, mirando en el suelo los papeles en los que hubiera letras, escribiendo en las paredes lo que se me antojara, haciendo, en fin, de la escritura una forma de afirmarme en una vocación y en una felicidad.

Luego han pasado muchas cosas, todas descubiertas en el Puerto, como la amistad, el amor y el dolor de las pérdidas, y ya la escritura me sirvió para contar las distintas fases de lo que la vida nos da para quitárnoslo luego como de un manotazo helado, cruel, sin remedio. Ahora, en Zaragoza, han pasado por mi, mientras veía los libros que hubiera querido comprar y los libros que compré, la imagen de ese muchacho que aún me acompaña, pues como escribió José Saramago uno va con el niño que fue e incluso con el padre que tuvo o con los amigos que ya lo abandonaron.

Cálamo es una librería veterana, cuyo dueño, Paco Goyanes, ya es llamado Cálamo por la gente. En sí misma, Cálamo es un homenaje al libro; allí no hay otra historia que letra impresa y encuadernada, novedades y fondo, incitaciones a la lectura y al saber, y al entretenimiento. Los libros han superado el tópico contemporáneo: muchos agoreros de buena voluntad y otros tan atrevidos que ahora esconden en alcanfor sus antiguos augurios explicaron que a estas alturas de la vida esa letra impresa en los libros iba a ser cosa del pasado. El libro, sin embargo, sigue gozando de la salud que le auguró Gutenberg y las librerías son el síntoma más gozoso de su capacidad para seguir desatando felicidad, inquietud o sabiduría.

Entrar en una librería es abrazar a un millón de amigos a los que nunca les darás la mano, pero que siempre la tienen tendida en forma de libro. El mal agüero no ha funcionado, el libro está saludable, a los libreros corresponde decírselo a la gente, reclamar al público que se acerque a comprobar que en esos tesoros nadie los va a morder. Entren en las librerías, ahora están abiertas todas las horas del día, y siempre hay claridad en ellas, la claridad de los libros.

Y ya que hablamos de claridad, vayan a buscar el libro de Kallifatides. Dije que es un hombre asustado porque su historia, la que cuenta en Otra vida por vivir, es la de un muchacho que deja de ser griego en su lengua, pues viaja a Suecia, exiliado, hace más de medio siglo, allí escribe en el idioma de su nuevo pueblo, y después de una crisis de imaginación y de palabras siente que ya se acabaron la inspiración y la escritura. Asustado ante esta mudez que convierte su espíritu en un árbol seco vuelve a Grecia, escucha recitar en su pueblo una obra de Esquilo y esto le devuelve, como miel, la dulzura de las palabras que le acompañaron en la niñez y en la adolescencia. El resultado de su redescubrimiento es Otra vida por vivir, uno de los grandes libros que he leído en mi vida, en la estela de Rayuela o El extranjero.

Lo encontré, por cierto, en una librería. Casi todo lo que tengo, hasta la memoria o la amistad, lo encontré en una librería. Entren en las librerías, hay libros y no muerden.