Hay personas, sé reconocerlas, que están siempre huyendo. Que emprenden viajes pensando que alejarse de los conflictos, del foco del dolor o de ambas cosas, contribuye a solucionarlos.

Esas personas son -somos-, sobre todo, bastante inocentes. No hay en nosotros cobardía ni desconexión de la realidad, sino una suerte de necesidad infantil de desaparecer hasta que pase el peligro, como hacíamos de chicos cuando jugábamos al escondite o a las tinieblas. Unas absurdas ganas de disolverse cuando no se encuentra sosiego, aun sabiendo que el incendio lo llevamos dentro y que daría igual que nos escondiéramos en una cueva en el fin del mundo.

Yo escapé aquí en cuanto pude. Tras quince años de dolor cotidiano, cuando mi padre descansó de su sufrimiento, de la tiranía implacable de la demencia, me despedí de él y me alejé del desgarro que me producía su recuerdo.

Hice así realidad aquello que tanto comentaba para mí misma mientras estábamos inmersas en el horror: "cuando esto acabe, si es que sobrevivo, me iré muy lejos".

No pudo ser tan lejos como pensaba, claro, una fabula siempre y dramatiza y se imagina en una isla desierta, sin ruidos, anestesiada por el mar y el sol, pero bastó para no tener, a todas horas, delante de los ojos, sus libros, sus cosas, el eco de su pie.

Todos los días paso por la última casa en la que vivió Federico antes de que estallara la guerra y se le ocurriera salir, precipitadamente, a Granada, también con la inocencia de pensar que donde está tu familia estás a salvo. Todos los días me lamento de su falta de malicia, de su poco tino al decidir volverse de América, donde habría sido hasta su muerte, ya anciano, un intelectual respetado y amado, el mismo enorme escritor que aquí.

No puedo dejar de pensar en Federico paseando del brazo de algún profesor que se habría convertido en su tardío amor americano. En Federico, libre y entero, asistiendo entre atónito y divertido a la revolución de las flores. En Federico saltando de ciudad en ciudad, de país en país, saludando al público en los estrenos de sus funciones. En Federico espantado por los estragos del sida.

Paso, también, a diario, por la antigua prisión de Torrijos donde Miguel Hernández pensó Las nanas de la cebolla. Hay quien dice que se las dictó a su compañero Luis Rodríguez Isern. Dicen, también, que están escritas en papel higiénico. Con 31 años murió enfermo de cárcel y no pudo ver cómo Josefina, su brava mujer, defendió su legado hasta la muerte, cómo influyó su vida en la vida de otros, cómo su obra se convertía en música popular, de la mano de Serrat, y las Nanas se cantaban, en los años 70, en colegios como el mío, donde las chicas de los cursos superiores me pedían que mi padre, tan generoso siempre, les prestara sus discos para ensayar. No pudo ver cómo quienes lo trataron de poeta menor se subieron luego al carro de su lírica sencilla y abierta en canal. No pudo ver cómo se le nombraba en vano en las tribunas, cómo usaban sus versos gentes que nunca lo habrían leído, ni lo leerán. Cómo querrían borrar su nombre los que todo lo borran.

Ya ven: hui para no encontrarme en cada rincón, a todas horas, con los libros de mi padre, los cuadros de mi padre, los discos de mi padre, el recuerdo de mi padre que todavía es más doloroso que sereno. Y la vida, esa sádica, me hace pasar cada día por su memoria, por su imaginario, por todo aquello que me enseñó a amar en mis primeros años.

Para que nunca me olvide -nunca se olviden- de que huyendo no se llega a ningún lado.