La interpretación de la realidad depende de la posición del observador, de si lo hace desde fuera o desde dentro, desde un extremo o desde su opuesto. En lo que se refiere a las creencias, una impregnación de la condición tribal de la especie parece hacer imposible cualquier lugar de encuentro, cualquier posibilidad de entendimiento, cualquier comprensión de la otredad. Al fin y al cabo, se trata de la condición relativa e incompleta de cada visión y de la intención parcial de cada mirada. Las diferencias en el acento, el color de la piel o el tamaño del pijo -lo cual es particularmente importante en un mundo regido por la interpretación unitaria del macho- constituyen los ladrillos con los que se construye la mente desde la infancia, los elementos con los que se definen los valores de cada grupo -basados, esencialmente, en la negación de los de los demás- y se establecen las reglas del juego para la convivencia o la dominación. Es posible que el mayor error de la Humanidad sea pasarse la vida diseñando espacios acotados por las normas exclusivas de una de las caras del espejo, agitando banderas y enarbolando símbolos con la pretensión de poner de manifiesto la identidad de cada clan. ¿Pero, qué identidad? ¿De qué está hecho ese suspiro vanidoso, esa fatua presunción de permanencia, cuyo sentido parece nacer de la exclusión? Curiosamente, han sido las iglesias -creadas, un suponer, para iluminar la manifestación de lo inmanente en el universo material- el lugar donde habitan los demonios, el caldero donde se cuecen las diferencias hasta obtener el imprescindible condimento que provoca las guerras y justifica la caza mayor, la salsa básica del genocidio. Si existe un prodigio de crueldad que destaca entre las invenciones eclesiásticas, ese es el pecado, la falacia de la transgresión, el tabú de la ofensa hacia algo que no existe o que, sencillamente, no es alcanzable a través de la imposición de dogma alguno, el arma que utiliza cada secta contra la petición de ayuda o la expresión de fragilidad. En ese sentido, ha sido la Iglesia Católica la más cruel y la que ha inspirado e inspira el pensamiento de la derecha y la ultraderecha españolas. Poco antes de su muerte, Ramón Sanpedro escribió que soñaba con la posibilidad de desintegrarse "en la panacea eterna y regresar al principio, a ser materia en movimiento", mientras se preguntaba acerca del por qué de tanto alboroto cuando uno quería "dejar un baile que no sabe bailar". En el debate sobre la eutanasia, frente a la consideración de la muerte como un proceso de transición, característico de algunas visiones orientales, o la aceptación de un final tranquilo y decidido voluntariamente, siempre se ha levantado el instrumento de opresión que creara, entre conspiraciones y mitos, Flavio Valerio Constantino. Y se trata de la misma organización que viola tras la opacidad de sus muros, cubre con falsos ornamentos a los dictadores, viste con faldones todo el año y se resiste a pagar los impuestos.