Es tiempo de Carnaval y, por ende, de fiestas populares y demás celebraciones festivas. En este tipo de escenarios la utilización de las bebidas alcohólicas y de otra clase de drogas es tan antigua como el mundo. Resulta difícil imaginar un evento de estas características cuyo desarrollo no se vea afectado en mayor o menor medida por el consumo de alcohol y de otras sustancias, conformando un estilo de vida ampliamente extendido y hasta aceptado de buen grado en la mayoría de los países de nuestro entorno. Por tanto, trasciende a la consideración de comportamiento meramente individual para convertirse en un hábito de enraizado componente colectivo.

En honor a la verdad, es preciso reconocer que de unos años a esta parte se ha instalado en nuestra sociedad un modelo de ingesta alcohólica asociada al ocio que nada tiene que ver con el formato tradicional al que antaño estábamos acostumbrados. La incorporación generalizada y cada vez más temprana de los adolescentes a este modo de diversión ha marcado un antes y un después en comparación con el de generaciones precedentes. Se ha ido consolidando progresivamente un patrón juvenil de consumo caracterizado por llevarse a cabo, sobre todo, durante los fines de semana y las vacaciones, y cuya particularidad estriba, no tanto en el hecho de que se beba -quien más, quien menos, ha bebido o bebe, antes y ahora-, sino en la forma compulsiva de beber -que contempla la borrachera como punto de partida ineludible para disfrutar-.

Pocas experiencias resultan más descorazonadoras que la de presenciar los comas etílicos de niños de apenas catorce años o asistir al momento en el que sus padres acuden a recogerles tras la llamada de aviso de los servicios de urgencia. Ya va siendo hora de preguntarse qué está fallando en nuestra colectividad para que los menores que forman parte de su estructura se expongan a perder el conocimiento con una litrona en la mano sobre un charco de vómitos y orín. Porque, aunque en un primer momento, la desinhibición que provoca la bebida facilite a los chavales la apertura de canales de comunicación, el peaje que tienen que pagar para perder sus miedos es altísimo, puesto que les enfrenta al abuso de determinadas drogas (legales e ilegales) que les crean dependencia física y psíquica.

Es obvio que una aspiración fundamental para cualquier joven es desarrollar sus actividades de ocio fuera del control paterno, máxime en esas horas que se reserva para sí y que considera ajenas a la supervisión adulta. Pero no es menos cierto que, si antes, lo habitual para un quinceañero era salir de casa a las cinco de la tarde y regresar a las once de la noche, ahora se intercambian ambos dígitos de las agujas del reloj, para desesperación de unos progenitores sometidos al tradicional "a todos mis amigos les dejan" e incapaces de poner límite a unos horarios que no tienen ni pies ni cabeza.

La noche brinda a sus hijos el ambiente perfecto para identificarse con sus iguales, para ejercer de rebeldes, para imaginarse dueños de sus actos. En el lenguaje juvenil, beber es sinónimo de disidencia, de emancipación, de afirmación de la identidad, pero cuesta admitir que, si se hace incontroladamente, acarrea gravísimas consecuencias que van desde la alteración de la vida familiar al bajo rendimiento escolar, pasando por el riesgo de embarazos no deseados, enfermedades de transmisión sexual o accidentes de tráfico.

Esta vertiente del ocio asociado inevitablemente al alcohol y las drogas es uno de los principales fracasos a los que la ciudadanía se ve abocada a diario y requiere ser abordado seriamente y con la máxima prioridad por parte de todos los agentes sociales implicados, empezando por las propias familias y siguiendo por los centros educativos, los medios de comunicación y las Administraciones Públicas. Como en tantos otros asuntos, también en este la unión hace la fuerza pero, mientras tanto, sigan bailando y disfruten de unos felices Carnavales.