Ahora mismo, cuando cae la tarde de este lunes de febrero, cinco pateras navegan a la deriva por aguas canarias y la muerte acaricia la frente de centenar y medio de personas - hombres, mujeres y niños - que si tienen suerte serán deportados como delincuentes. ¿Prefiere usted ahogarse o ser trasladado a otro país desconocido, quizás a la frontera misma de una guerra de exterminio? Del furgón policial a la escalera del avión y lo demás es una botella de agua y silencio.

Cuando se escucha a los responsables políticos salmodiar sobre el fenómeno migratorio es imposible no sentir grima por esa mezcla de buenismo a distancia y acomodado avestrucismo. Porque demandan más medios y mejores centros de acogida, por supuesto, con comida, camas, ropa sencilla y cómoda, en fin, dos, tres o cuatro semanas de descanso antes de darle la patada de vuelta a casa. Es una exigencia de racionalidad logística al servicio, sin embargo, de una irracionalidad excluyente. Y luego está esa terrible milonga de la ayuda en origen que repiten tanto gobiernos como ONG en el espacio de la cooperación internacional. La evidencia ha devenido cada vez más tozuda: cuando un país con muy bajos ingresos comienza a desarrollarse económicamente aumentan la migración. Aumenta porque las economías domésticas pueden financiar el peligroso viaje hacia la prosperidad, porque así se diversifica las fuentes de ingresos en casa, porque un hijo o una hija trabajando en Europa puede suponer un incremento de la tasa de ahorro con la que enfrentarse en los tiempos duros, y en África siempre regresan los tiempos duros. La Unión Europea sabe perfectamente que es innecesario invertir más recursos en investigar las causas de la desestabilización, el desplazamiento forzado y la inmigración irregular en países de África: ha gasto más de 3.000 millones en el último lustro. A la UE no le queda otra opción que una apertura consensuada, ordenada y limitada de sus fronteras, negociando cupos de entrada entre los socios y flexibilizando los requisitos para solicitar el derecho de asilo. También cabe plantear - lo ha hecho, y no es el único, Stephen Smith - contratos de trabajo de dos o tres años en Europa. Después de ese periodo de curro y formación el migrante volvería a su país y sería sustituido por otro. La evolución demográfica es incontestable. En un plazo de treinta años Europa tendrá 450 millones de habitantes: casi la mitad jubilados. En África, en cambio, vivirán 2.500 millones de personas, de las que casi la mitad será menor de 15 años.

O el proyecto europeo que representa la Unión se entiende a sí misma como palanca del cambio - y las migraciones están destinadas a ser el motor de cambios políticos, sociales y culturales estructurales - o será barrida por el mismo. Hay gente que se imaginan que sus vidas - y la de sus hijos y nietos -serán similares a las suyas. No podrán serlo ni para bien ni para mal. Ya existen decenas de miles de nuevos canarios - migrantes africanos y latinoamericanos -- cuyo idioma natal a veces no fue el español, no comparten necesariamente la fé católica, ni acostumbran a divertirse en romerías ni en bailes de mago. La piel y el alma de Canarias cambiará profundamente en el próximo medio siglo y depende de nosotros que lo haga en un espacio político de libertades públicas, bienestar material y cohesión social. A bordo de esas cinco pateras perdidas no viene el pasado, sino el futuro.