No importa el lugar donde nos encontramos, el saludo del profesor Rodríguez Brito siempre es el mismo: ¡cómo te va campesino! Siempre igual, en la ciudad como en el pueblo, en la academia o en el campo. No soy el único al que distingue con ese meritorio calificativo, que tanta admiración y respeto despierta en ambos.

De acuerdo con la Declaración de las Naciones Unidas, se entiende por campesino a "toda persona que se dedique, ya sea de manera individual o colectiva, a la producción agrícola en pequeña escala para subsistir o comerciar, en general apoyado en su familia, y que tenga un vínculo especial de dependencia y apego a la tierra".

No es lo mismo "vivir en el campo" que "vivir del campo". No puedo evitar la ironía cuando algún urbanita, sabedor de mi pasado agrícola me confiesa entusiasmado su bucólica idea de adquirir una finquita para vivir de los productos del campo: procura que no esté lejos del supermercado, suele ser mi respuesta. Evidente, hay excepciones.

Recuerdo a Gregorio Gutiérrez, querido agricultor y ganadero de Villa de Mazo, que cuando le hablaba de la necesidad de mantener las tradiciones y cultivar las medianías por el bien del paisaje, de la cultura y de la economía insular, me respondía con la consabida socarronería campesina: "Pedro Luis, el campo es duro y embrutece al hombre; sí tan importante es eso por qué te fuiste a estudiar para Tenerife".

No le faltaba razón al paisano. Cuando se lo recuerdo a Wladimiro, se incomoda y capotea la situación como puede. De sobra conoce él las penurias de la agricultura de subsistencia, aprendida a golpe de azada chapiando las papas o despalillando tabaco en su lejana infancia barloventera. Pese a ello se resiste a cambiar su discurso efectista, no exento de fundamento y cargado de sentimiento, por más que su visión le aleja de la cruda realidad de la sociedad actual, que ha cambiado por completo de paradigma y a la que ni él ni su partido han conseguido corregir, antes desde el gobierno y ahora desde la oposición.

Recientemente en las páginas de EL DÍA, el pasado 1 de febrero, don Wladimiro vuelve a la carga con su consabida elegía al campo y al campesinado, y en un plis plas pasa de los floridos bancales de almendreros insulares a los escaparates de la FITUR de Madrid, censurando con razón el giro ambiental de quienes ahora tienen la responsabilidad política de gestionar "el desarrollo sostenible, la transición ecológica y la España vaciada". Como es habitual, no desaprovecha la ocasión para recordarnos la ventajista "protección y conservación de la flora y vegetación autóctona canaria". Resulta obvio que no compartamos este pensamiento falto de rigor intelectual.

El abandono del campo no es debido a la sobreprotección de la flora canaria, ni mucho menos a la normativa de los espacios naturales protegidos, en los que salvo contadas excepciones la gestión activa brilla por su ausencia. Nuestro insigne geógrafo y amigo, tiende a confundir taginastes con higueras, tabaibas con tuneras, pinos con almendreros y barbusanos con castañeros. Y no lo hace por desconocimiento, bien se sabe que los distingue perfectamente, aunque se olvida de la clasificación del suelo - dura lex sed lex - que distingue conceptualmente lo que es suelo rústico de protección natural de suelo rústico de protección agraria.

En un paisaje antropizado de protección agraria deben primar las tuneras, las higueras, los almendreros o los castañeros. En un paisaje natural o seminatural protegido son las tabaibas, los taginastes, los pinos o los barbusanos, los que rigen. Para eso están las herramientas de ordenación (Planes Insulares, Planes Generales o Especiales y Normas de Conservación), elaborados por técnicos y refrendados por la clase política.

Estimado Wladimiro, los dos sabemos que la crisis del campo canario obedece a razones ajenas a la conservación de la flora autóctona, a cuatro biólogos exaltados o a media docena de "ecologistas urbanitas" como acertadamente tú los has calificado. Las razones hay que buscarlas en la cultura de la globalización, en la comercialización y en la pérdida de valores tradicionales: en las subvenciones interesadas (léase REA); en las prácticas corruptas (importación de uvas de mesa para hacer vino); en la gente maleducada (me pagan para no trabajar); en la falta de respeto (cualquiera es un ladrón, cualquiera es un señor); en la banalización e incumplimiento de las normas, etc. En definitiva, todo eso que ahora hemos dado en llamar cultura de la posverdad. Y así resulta muy difícil sembrar trigo en el monte, papas en las medianías y boniatos en la costa. Encima las plusvalías del sudor campesino se diluyen en la cadena de distribución, en los intermediarios. Compréndelo estimado amigo, hay que tener mucho valor para recomendar el sector primario a los hijos. Ya sé que este discurso es duro, pero más cruel resulta mentirle a la cara al sufrido campesinado.

Por encima de discrepancias eruditas te confieso un secreto: el citado uno de febrero fue un día luminoso y diáfano en el Sur de Tenerife, nada que ver con las jornadas de calima posteriores. Desde Abades, se adivinaba con gozo el crecimiento de los pinos y cedros (autóctonos) que con tanto esfuerzo se plantaron en las áridas laderas de las cumbres de Abona durante tu época al frente de la Consejería de Medio Ambiente del Cabildo Insular de Tenerife. Fue esa imagen, la que motivó esta reflexión. A cambio, te dedico esta décima campesina para cantarla bajito con acento guajiro, por supuesto:

En la infancia agricultor

En la juventud estudioso

Nunca ha sido perezoso

Siempre fue un trabajador.

Por el campo siente amor

Con notable coherencia

Demostró mucha paciencia

Para alcanzar el poder

Aunque lo tuvo que hacer

A cambio de su inocencia.

Catedrático de Botánica Universidad de La Laguna