Por lo visto nos hemos olvidado, pero en las elecciones generales del pasado noviembre Vox consiguió -entre ambas circunscripciones canarias- 117.495 votos y dos diputados, de los que, a partir de la noche electoral, nunca más se supo. Alcanzaron el 12,44% de los votos válidos emitidos; unos pocos meses antes, en los comicios de abril, apenas arañaron el 4%. No hay encuestas disponibles en Canarias ahora, pero si se les pregunta a profesionales demoscópicos que suelen trabajar por aquí, ninguno intuye que, en caso de elecciones, Vox perdiese votos ni escaños en Canarias. Todos están convencidos de que conseguiría hoy representación en el Parlamento de Canarias a costa del PP y de Ciudadanos. Un par de escaños no se los quitaría nadie.

En las encuestas peninsulares Vox sigue ascendiendo, aunque mucho más lentamente que el pasado año, consolidando su posición como tercera fuerza parlamentaria de España, a una amplia distancia de Podemos. Es lo que suele pasar con los llamados challenger parties: mayor visibilidad y nuevas tribunas son combustible para el despegue de la organización. Los acuerdos de gobierno en Madrid, Murcia o Andalucía han sido imprescindibles para su rápido crecimiento. Disponen ahora de recursos y medios institucionales y pueden seguir presentándose como protagonistas de un martirologio azuzado por el establishment político, como han hecho por quedarse fuera de la negociación de las presidencias de las comisiones parlamentarias en el Congreso de los Diputados.

Vox es ultraderecha, al margen de los tiquismiquis politológicos que quieran puntualizarse, pero una ultraderecha autoritaria, patriotera, catolicorra, tradicionalista. Eso -en un contexto de sufrimiento económico de clases medias y trabajadores con las intentonas independentistas catalanas al fondo- es lo que impulsa a una nueva fuerza sin un pasado pecaminoso de imposible redención. Pero para crecer y madurar organizativamente Vox necesita embadurnarse de un populismo combativo y plantar cara (de verdad y de mentira) a las élites financieras y empresariales. Mientras no lo haga, su crecimiento quedará limitado y se lo deberá a quienes lo utilizan como incesante espantajo de un franquismo redivivo y les dan la razón y emplean para todo y como todo. Pienso en el indocumentado documentalista Agapito Maestre, capaz de afirmar que en España prospera un franquismo estructural (sic) indiferente a las transformaciones políticas, jurídicas, institucionales y culturales que ha vivido el país en cuarenta años, o las bobaditas sonrientes de un terrible crítico con el sistema como el teniente de alcalde de La Laguna, Rubens Ascanio, sentenciando que CC es al medio ambiente lo que Vox a los derechos sociales, y lo más gracioso, eructar tal ocurrencia para enmascarar una nueva y cínica contradicción de su grupo municipal, en este caso, sobre la fórmula mágica para acabar con los atascos circulatorios. Todo ese incesante mamoneo, en mayor o menor medida, convoca a Vox en la realidad política cotidiana, lo actualiza permanentemente, le concede una entidad alimentada por su incesante cháchara: subsiste el franquismo, Vox es franquismo, mis enemigos políticos son como Vox, es decir, son franquistas, y así incesantemente hasta la derrota final.