Tres de cada diez personas siguen hablando en este país de un tal Christopher, un chiquito que es actualidad por un grito desgarrador y nocturno televisado desde una paradisiaca playa de la República Dominicana. Lo que menos importa es que esas imágenes se grabaran meses antes de que muriera Kirk Douglas, que dicho de paso también sufrió lo suyo en El loco del pelo rojo. Es probable que cometa algún lapsus por desconocimiento, que no es lo mismo que admitir que nunca he visto La isla de las tentaciones, pero en la era de las innovaciones tecnológicas es imposible no tragarte a ese muchacho vociferando el nombre de su amada "Estefaníaaaaaa..." mientras esta lo elevaba a la categoría de héroe nacional de las buenas personas. ¡Le queda una larga penitencia por delante!

El exministro Cristóbal Montoro no miente cuando advierte desde el sur de Tenerife de la grandeza de España: "Déjense de historias, este es un país de éxito". El problema es que, a veces, a esa cima se llega de la manera menos esperada y sin tener que realizar grandes esfuerzos. Que la comidilla nacional sean las maniobras sexuales -Félix Rodríguez de la Fuente hablaría de las artes amatorias de un grupo de cachorros encelados- de unos chicos que van tatuados hasta las pestañas y unas chicas que son capaces de confundir un bubango con una coliflor es un indicador de la frivolidad con la que se mueve una sociedad que se ha acostumbrado a este tipo de entretenimientos. Hace tiempo que en España se instalaron los cuentistas, seres que venden sus vidas al mejor postor hasta que una cadena les pone sobre la mesa un contrato para cortar en lascas la rutina de los demás. Lo de la rentabilidad del producto es algo que soy incapaz de valorar -si lo ponen, supongo, que es porque tienen audiencia- sin analizar el contenido de un programa al que llegué a golpe de zapping. Aún recuerdo la primera vez que vi El Show de Truman ( Una vida en directo); nunca creí que una historia tan inútil se convertiría en realidad. ¡Me quedé corto! Cuando menos te los espera llega otra dosis de simplones sin anestesia.

Lo de menos es que estos jóveves confundan a Rosalía de Castro con la autora de Juro que. Lo que resulta más increíble es la facilidad con la que venden una cornamenta que se queda ahí 'pa' toda la vida. ¿Qué quieren que les escriba? Cada vez quedan menos personajes quijotescos como Cristóbal Montoro, capaces de aunar en un solo envase conocimiento y una gracia no siempre bien entendida. El otro día, por citar, un ejemplo reciente le pregunté al exministro de Hacienda si veía a Rajoy al frente de la Federación Española de Fútbol. Su silencio inicial me puso en preaviso de que no quería entrar al trapo, pero inesperadamente se arrancó "Eso usted se lo pregunta a él; bastante tengo yo con ordenar mi vida... Yo sé que es un gran aficionado, pero no me atrevo a decir si quiere volver a experimentar la sensación de ser presidente". Sin meterse en ningún charco, el economista se sacudió una de esas preguntas cuya respuesta solo sabe el protagonista.

Más sorprendente es ver a Vargas Llosa, compañero de aventura de un concurso literario en el que figura el grancanario Alexis Ravelo, dando saltitos en un concierto de Enrique Iglesias al ritmo de "súbeme la radio". Nunca creí que el cerebro de La ciudad y los perros iba a trasnochar, aunque fuera en una zona VIP, escuchando a uno de los hijos del tipo que convirtió en himno lo de la vida sigue igual. Don Mario, creo, no irá nunca a La Isla de las tentaciones para calibrar su amor por Isabel Preysler, pero a los 83 años ya no se pueden saltar vallas sin exponerte a darte un buen leñazo. Realidad y ficción deambulan sobre una delgada línea cuando de lo que se trata es de generar un buen rato. Unos optan por sentarse delante del televisor a ver si alguien acaba quemado en la hoguera, otros buscan respuestas en La casa verde. ¡Cada vez son menos los que ven los documentales de la sobremesa!