La semana pasada, Pedro Sánchez afirmó que "este debe ser el Gobierno de los jóvenes, que son los excluidos, los paganos de la crisis". Dos días después, el exministro Josep Borrell conducía en la dirección opuesta, al dudar de la capacidad de esos mismos jóvenes para ser solidarios y de la sinceridad de su preocupación por la salud del planeta, aunque en unas horas se la envainara sin reparos. Como si se tratase de un hilo conductor en la construcción de un férreo cuerpo doctrinal, Félix de Azúa, un escritor que está arribando a su crepúsculo intelectual en el terreno embarrado del negacionismo, ha publicado una columna enmarcada en esa línea de pensamiento al sugerir que las propuestas de las organizaciones ecologistas conseguirán "escupir al paro a miles de familias". A través de una deriva ideológica similar, Arcadi Espada, durante una tertulia radiofónica, ha aportado argumentos para la negación de los hechos observados, calificando de "casualidad estadística" el registro de diez asesinatos de mujeres por sus parejas en el pasado mes de enero. Según el ilustrado periodista catalán, la izquierda -a la que hace responsable de estas argucias- utiliza las casualidades matemáticas de forma perversa con objeto de "aprovechar el crimen como negocio político". Es difícil saber si la reflexión que hace Espada se basa en el componente aleatorio de los sucesos, es decir, en el papel del azar en su manifestación, lo que en este caso implicaría que la acumulación de asesinatos de mujeres por sus parejas en un período temporal definido carecería de causas objetivables, siendo únicamente el resultado de los dados, motivo por el cual no habría que poner demasiada atención en los hechos, como tampoco habría que hacerlo cuando se detecta un incremento en los fallecimientos por gripe en las personas de edad avanzada durante los meses de invierno. Lo cual nos llevaría a desterrar el análisis científico de cualquier efecto observable en la realidad, al no admitir, de forma prioritaria en cada caso, la posibilidad de que exista una causa precisa para cada observación. Más allá de que Espada parezca un mentecato en permanente estado de despecho, de que al antaño bellísimo Azúa hace tiempo que se le esfumara la inspiración poética -y no, probablemente, por efecto del azar-, o de que Borrell suela ensuciar su sólida formación con el fango de la soberbia, estos ejemplos sugieren la oportunidad de promover intercambios entre las formaciones políticas, que tal vez resulten beneficiosos para el país. Ante el desquiciamiento del pensamiento nacionalcatolicista y su argumentario de centuria y batallón contra el derecho a la eutanasia, parece urgente favorecer traspasos de cierta relevancia y mayor capacidad dialéctica. En este sentido, Espada y Azúa podrían actuar como suavizantes en las regiones más salvajes de la frontera, aportando glamur a la chulería y cierta finura al verbo. Borrel, por su parte, podría liderar a una selección de barones autonómicos, supuestamente ubicados en el espacio socialdemócrata, para auxiliar al espectro conservador en su eterno y jamás finalizado viaje al centro.