Desde que tengo memoria siento una enorme pasión por el Séptimo Arte. Mis recuerdos y experiencias vitales se mezclan indisolublemente con esta desmesurada afición al cine. De hecho, mantengo la costumbre de acudir todos los domingos por la tarde a una sala oscura para dejarme atrapar por las historias que se proyectan en pantalla grande, entre ellas, las recientemente galardonadas en la ceremonia de entrega de los Oscar de Hollywood. El hecho es que, hace algún tiempo, cayó en mis manos una peculiar novela titulada Cineclub cuyo autor, David Gilmour, es un prestigioso crítico cinematográfico canadiense. En ella, el escritor confiesa sin reparos cómo recurrió a determinados filmes en busca de ayuda, anhelando reconducir la trayectoria de un hijo adolescente que llevaba meses manifestando unos comportamientos negativos que le perjudicaban seriamente.

El joven se negaba a estudiar, tampoco quería trabajar y consumía los días y las semanas dedicado a actividades poco recomendables, de modo que su padre llegó a un pacto con él. Podría dejar de ir al instituto, eludir cualquier empleo y dormir a deshoras pero, a cambio, tendría que mantenerse alejado de las drogas y ver tres películas a la semana en compañía de su progenitor. El muchacho cayó en la trampa aceptando de inmediato y, contra todo pronóstico, inició tras aquella decisión el camino hacia su salvación personal. Gracias a títulos tan dispares como El ladrón de bicicletas, Desayuno con diamantes, El padrino o ¡Qué bello es vivir!, aquel hombre angustiado consiguió recuperar una relación paterno filial que estaba perdida e impartió a su hijo una trascendental lección de vida, asistido por una cuidada selección de obras maestras.

No se trata de sustituir el sistema educativo tradicional ni de utilizar esta alternativa exclusivamente en los denominados "casos perdidos" pero, como cinéfila empedernida, defiendo las bondades de los fotogramas como instrumento pedagógico complementario, particularmente para quienes cursan sus estudios en Primaria y Secundaria.

Aunque han transcurrido ya varias décadas, guardo el grato recuerdo de que en mi colegio se organizaba con gran éxito una actividad extraescolar la tarde de los viernes que consistía en proyectar un largometraje y celebrar un posterior cinefórum.

Con más razón ahora, que vivimos en una época marcada por las nuevas tecnologías, se podrían reproducir iniciativas similares en beneficio de los niños y los adolescentes, habida cuenta que utilizan a diario todo tipo de pantallas, desde la televisión al ordenador pasando por las consolas o los móviles. Así, en vez lamentarnos en vano por la mala influencia que ejercen determinadas cadenas de televisión sobre nuestros menores, podríamos contrarrestarla con una adecuada utilización de otras imágenes en aras de su mejor formación como seres humanos, tanto en los propios centros educativos como en nuestros domicilios. Por suerte, existe un elevado número de cintas con las que conseguir esta meta.

En este sentido, también recuerdo con satisfacción una actividad complementaria impulsada hace algunos años desde el Departamento de Derecho Constitucional de la Universidad de La Laguna que consistía en la proyección de una serie de largometrajes relacionados con dicha asignatura, cuyas materias se imparten en los dos primeros años de la carrera. Los alumnos tuvieron la oportunidad de visionar, por ejemplo, la película Leones por corderos (2007), dirigida e interpretada por Robert Redford. Sé también de primera mano que el debate que se suscitó a continuación resultó particularmente enriquecedor para todos los asistentes y reveló que los jóvenes del campus lagunero estaban (y, por supuesto, continúan estando) llenos de inquietudes y dispuestos a aportar sus puntos de vista para solucionar los graves problemas sociopolíticos que nos afectan actualmente. Me parece una extraordinaria noticia que las nuevas generaciones no se resignen a vivir en un mundo marcado por las desigualdades y contaminado por la idea de un futuro de perspectivas más que sombrías, y el hecho de que renieguen del ambiente de pesimismo en el que a veces nos desenvolvemos los adultos me llena de esperanza.

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