En la vida pública del Madrid de su época, don Benito Pérez Galdós fue todo menos un pusilánime: un aguafiestas incómodo, con sus posiciones controvertidas y su actitud combativa en espléndidos artículos. Se enfrentó con todos, con colegas, crítica y público: no le faltaron enemigos. Su también paisano, Domingo Pérez Minik, celebró siempre que, después de algunas incomprensiones, se le recuperara en su grandeza como nuestro particular Ibsen o como un Strindberg español. Estoy de acuerdo.

Lo cierto es que en España no han abundado tanto los memorialistas, aunque los tengamos muy buenos, como en el caso de los anglosajones. Pero la diferencia esencial entre las memorias de un español y un anglosajón es que el primero se dedica al prójimo, preferentemente, y el segundo se desnuda a si mismo. Y es verdad que la memoria acomete infidelidades que transforma en el tiempo detalles y percepciones.

Este es el caso de Galdós que dice sentirse abandonado por su memoria -yo no me lo creo- pero la llama y la interroga: "Ven aquí memoria mía, auxiliar solícita de mi pensamiento. ¿Por qué me abandonas? ¿Duermes, estás distraída?" La memoria le dice que el distraído es él, que hace años que está engolfado en la tarea de fingir caracteres y sucesos. Le dice que vive en un mundo imaginario. Y Galdós contesta que lo imaginario lo deleita más que lo real. Otra cosa es la biografía.

De esta manera pasé por algunas páginas de la memoria de Galdós que podían tener que ver con su biografía, aunque de modo anecdótico. Pero don Benito retrata la realidad y la envuelve en la memoria. Y no porque la pierda o la gane, sino porque también la encierra en si mismo. Contiene muchas veces su propia emoción con reservas. Por eso apuesta por los recuerdos luminosos que puedan salir de su fatigado recuerdo y deja atrás aquellos otros que, según él, puedan quedarse agazapados en los senos del olvido, como si una parte de su existencia sufriese una muerte temporal detrás de la cual resurge la vida, dice, con nuevas manifestaciones de vigorosa realidad. Y es esa vigorosa realidad la que él trabaja con gran dominio y aquella otra oculta la que pudiera retratar, y ha retratado, pero que también forma parte de su secreta intimidad.

Dice él que sintiéndose abandonado por su memoria, lo cual es difícil de creer, la llama y la interroga, le pide que vaya a él, memoria suya. Y le pregunta por qué lo abandona. La encuentra dormida, distraída. Y la memoria le dice, no sin razón, que el distraído es él, que está engolfado en la tarea de fingir caracteres y sucesos, que según termina una novela, empieza otra y que vive en un mundo imaginario.

Y así es. Es el propio Galdós el que se dice a sí mismo que lo imaginario lo deleita más que lo real. Pero la memoria le contesta que como ella vive solamente de la realidad, no oculta que se aburre en la cámara tenebrosa. Y es que de la realidad a secas no crece apenas nada, pero de la realidad doblada, de su recreación, se obtiene un espacio recreativo. El mundo tal como es vale menos que su copia. De modo que tampoco es esa una frontera entre la vida y la literatura la que se establece entre la realidad y la ficción. Como no lo es el lenguaje. Parece a veces que la literatura deba cumplir, y es natural que lo cumpla, una vocación de palabra creadora, y el periodismo, por ejemplo, no. Pero al periodismo le cabe la obligación de cuidar sus materiales y el más preciado de ellos es la palabra. Y la originalidad expresiva sorprende siempre. Aunque en la literatura parece que nos preocupe, sobre todo, como le ocurría a don Benito, tener algo que contar y contarlo rápido más que cómo contarlo. En la sociedad de la ignorancia se confunde con frecuencia literatura con farfolla en lugar de con palabra precisa y se descuida la comunicación útil y se da por literatura el texto prescindible o de lujo. Porque quizá eso sí que de verdad establezca fronteras entre la prensa y la literatura: el escritor

puede confesarse, o no. Un escritor como Galdós era un servidor a través del cual la sociedad se confesaba o revelaba. Y en la transmisión de esa realidad es en lo que creo que hay que ser más cautos, no tanto quizá para decir la verdad, de cuya posesión nunca podemos estar seguros, como para aproximarnos a ella honestamente. Y digo honestamente porque en la objetividad no creo y sí en la honestidad con que un escritor ha de tratar de alcanzarla. Y el peligro no está a mi parecer en desechar el sueño o la quimera, donde hay tanta verdad. Así que al periodismo lo mejora la claridad, la explicación, como hacía don Benito, pero a la literatura la ambigüedad, que también Galdós la trabajaba. Es mejor explicarlo y no cebarse en la descripción de las sospechas para contribuir a ese ruido mediático del que hablaba antes y que nos impide pensar. Algo en lo que se empeñó muchas veces un querido amigo mío: el gran escritor Juan Benet. Detestaba a Galdós, despreciaba su obra. Pero pasamos unos días en Las Palmas y en un paseo por la ciudad entramos en la tienda de un anticuario. Allí descubrimos una escultura de Galdós que a mí me deslumbró, pero yo carecía entonces de medios para comprarla. La compró él y se la llevó con remilgos. Me prometió siempre regalármela. Murió y nada he sabido de aquella escultura. Siempre pensé que el rechazo a Galdós por parte de Benet era una broma tan simple como reiterada. Pero estamos hechos de memoria y de olvido y la frontera entre lo uno y lo otro es a veces muy sutil (ya lo comentaba muy bien San Agustín en sus Confesiones hace tantísimo tiempo), de modo que no sólo nos explican los recuerdos sino también los olvidos que nos procuramos para sobrevivir. Como se ve, materiales comunes pero insustituibles en cualquier teoría de la novela. Hasta la propia historia, llena de mixtificaciones, está llena de lo uno y de lo otro. Hay que entrar en la cultura como diálogo, la cultura como intercambio, la herencia cultural como instrumento de debate incesante. O sea: la cultura dinámica. La tradición, en ese sentido, no es puro patrimonio, ni nos incita a repetirla o a repetirnos en la costumbre, sino que al invitarnos a vivirla nos invita a buscar. Y ese es un trabajo interminable, duro y gozoso, en el arte de la novela. Lo pude hablar con mi querido Max Aub una tarde, precisamente junto a aquella hermosa estatua de Galdós en el Parque madrileño del Retiro. Y como Aub, tan extranjero y tan español siempre, sostenía que uno es de donde ha hecho el bachillerato, le pregunté si creía que en el caso de Galdós, que estudió el bachillerato en las islas, eso se cumplía. Me contestó con sorna: "Creo que sí, pero se le nota poco".

Y tal vez así fuera en efecto.