En la vera de un barranco cercano a mi casa se ha instalado un sin techo. Es un hombre aún joven que, según me contó, no puede acceder al albergue porque no le permitirían tener a su perro con él y eso es "innegociable".

Aunque este invierno está siendo muy seco, un sábado cayó una tromba de agua que inundó la calle. Cuando me acerqué para interesarme por su estado, se había resguardado en la entrada de un cercano edificio semioficial con sus escasas pertenencias y el perro. Me dijo que estaba bien y que lo único que a él le gustaría es que "lloviese más despacio".

Con mucha frecuencia me encuentro con algún filósofo como este señor. "Que llueva más despacio" es como pedirle a la jornada que no sea puñetera y que nos deje transitar por ella con tranquilidad y que si tiene algún deseo de inquietarnos que, por lo menos, sea asumible y llevadero.

En esas noches de frío inusual del mes de enero he pensado en ellos, en la señora de pelo rapado que pernocta en un cajero con su trolley repleto de bolsas desvencijadas de colores perdidos y formas irregulares que arrastrará más tarde, cuando el día obligue a cada uno a gestionar su vida, fuera del ámbito que ha sido su refugio nocturno. O en ese hombre alto y silencioso que ha convertido en hogar, un banco de madera en la segunda calle más céntrica de esta ciudad, asido al manillar de un carro cargado hasta lo imposible con todo tipo de bultos y paquetes. ¿Qué terribles historias habrá tras esos caminares cansinos, esas chupadas nerviosas a cigarros, esas miradas desconfiadas por experiencias pasadas? Personas con las que evitamos cruzarnos aunque ellas pasen por nuestro lado sin ni siquiera mirarnos. Pero parecemos temerles y hasta creer que dan una imagen fatal ante los turistas, ante los cruceristas; que ensucian ésta ya de por sí guarrindonga ciudad marítima tan alejada del mar. No pensamos en la facilidad con la que podríamos llegar a ser uno de ellos en cualquier hoja del calendario de nuestro futuro. ¡Huelen mal!, aunque no huelan, ¡mira que aspecto!, aunque éste sea el de la penuria que cubre sus vidas, ¡suelen estar chiflados por las drogas! aunque sus miradas se pierdan en el espacio por otras causas que ni siquiera imaginamos?

No ejercen de okupas ni arrastran historias de hurtos ni estafas pero la suavidad con que tratamos las circunstancias de los primeros, exigiendo a los ayuntamientos, aunque no sea esa su responsabilidad, un parque de viviendas públicas amplio y disponible, o la ligereza con que entendemos a los segundos (tal como decía el policía rumano desplazado como apoyo en delitos relacionados con sus paisanos: "los ladrones de mi país que roban aquí, lo hacen para poder vivir, no por negocio"?) no parece que lo apliquemos con la misma intensidad a los que han hecho de las calles y plazas, un refugio ante el vacío cuando lo que generalmente percibo es que sólo piden que llueva un poco más despacio en sus vidas.

Mary Cejudo