Escuchamos con gusto a quienes opinan lo mismo que nosotros por un motivo principalmente emocional que resume los anteriores y les agrega uno nuevo: nos ahorra el incómodo trabajo sobre uno mismo que supone darse cuenta de las razones de los otros, de los que piensan y sienten de otro modo.

No se trata de que ignoremos que, como decía John Stuart Mill, quien conoce solo su propia parte del caso, conoce muy poco del caso, es que preferimos olvidarlo mediante una dieta estricta de razones y discursos que mantengan oculta la otra mitad del asunto. Y a todo eso nos inclinan, antes y más que nuestras ideas, nuestros sentimientos.

Cualquiera que se haya desenvuelto entre personas con oficios intelectuales supuestamente obligados a una constante revisión crítica habrá comprobado que también ahí abundan y más aceradas esas mismas costumbres, aunque adobadas de más lecturas y de enfáticas descalificaciones para los otros. El mero estudio no parece ser capaz de romper la membrana que nos mantiene en nuestro medio lado de los asuntos, y más bien al contrario parece ahondar las trincheras.

Entre los intelectuales de oficio es casi tan difícil encontrar versos sueltos con la disposición abierta a atender las razones de cualquiera, como entre las tertulias de cafetería o en las radiofónicas. Y es que, en mi opinión, en todos esos lugares se adolece de lo mismo: una educación sentimental abierta a la confrontación tranquila de los propios puntos de vista con los ajenos.

Esa impaciencia que no nos deja escuchar es la morfología emocional del inculto. Y de esa forma emocional de incultura pueden no salvarnos ni las muchas lecturas ni los muchos escritos, sobre todo si se trata de arengas para alentar tropas de opinadores que ya estaban de acuerdo.

Saber escuchar requiere una conquista trabajosa sobre uno mismo que permite ir desenterrando los prejuicios sedimentados emocionalmente en nuestra personalidad y en nuestra visión de los asuntos. Nadie que no haya afrontado esa dificultad se ha cultivado realmente.

Además, cultivarse tampoco consiste en un ejercicio de desenmascaramiento o de introspección autodeconstructora tan del gusto de nuestros días. Es más sencillo que todo eso, aunque no más fácil. Basta con afrontar con franqueza el hecho de la discrepante pluralidad de opiniones, de sus razones y de sus fuentes emocionales con el deseo pertinaz de hacerles justicia. Es el esfuerzo por escuchar bien a los demás el que nos deja escucharnos a nosotros mismos y no al revés, o no tan principalmente.

Escuchar requiere darse forma a uno mismo mediante el esfuerzo por dejar que el otro y sus argumentos cobren su forma propia ante nosotros, sin suplantarlos con la caricatura poco agraciada y sumarísima con que tendemos a adelantar nuestras conclusiones. Esa paciente labor sobre uno mismo nos va haciendo capaces de escuchar con atención y va dando forma a lo que Tocqueville llamó los "hábitos del corazón". Esas inclinaciones emocionalmente sedimentadas se introducen entre nuestros prejuicios, ahora libremente forjados, como el gusto por escuchar antes de juzgar y hasta por demorar el juicio más bien que precipitarlo.

Los sentimientos y las ideas no se renuevan, dice Tocqueville, no se engrandece el corazón, ni el espíritu humano se desarrolla, sino por la acción recíproca de unos hombres sobre otros. Hay que agregar, no obstante, que es así siempre que unos y otros sepan o se esfuercen en escuchar. De otro modo ocurre exactamente lo contrario, y la acción de unos sobre otros se vuelve mera colisión.

De hecho, todas las formas de fanatización incluyen formas de sordera selectiva a las que nos autorizamos etiquetando a los demás de radicales, extremistas o ultras: nadie califica tan fácil y rápidamente a los demás de fanáticos como el fanático. Por el contrario, escuchar bien requiere de un hábito del corazón que abre la inteligencia y la hace más capaz, conformando la infraestructura humana que soporta las sociedades más capaces de convivir en paz y en libertad.

A escuchar se puede aprender si uno está dispuesto a sobrellevar la dificultad de atender el argumento crítico y el razonamiento contrapuesto, hasta el día en que uno mismo lo busca para no quedarse solo con las propias maneras de ver. Nada de todo lo anterior impide tomar la palabra y dar las propias razones o criticar las posiciones que nos parezcan menos libres o razonables, pero saber escuchar ayuda a no hacerlo antes de tiempo.

Hay épocas, países y sociedades más o menos afectados por esta forma de incultura cívica, política y personal, y me temo que no estamos entre los campeones.