El Gobierno español decidió la semana pasada, tras el brexit y de forma sorpresiva, dar un giro a su tradicional política europea, de proximidad a las posiciones de Francia y Alemania, descartando unirse al eje francoalemán. España declinó participar en las negociaciones y contactos para sustituir al Reino Unido como tercer país del eje que desde la incorporación de España a la Unión ha definido nuestros vínculos y políticas en Bruselas. España se retira de la pelea por colocarse en esa posición -que podía corresponderle por población y cercanía al tándem de países líderes-, y cede el testigo probablemente a Polonia, dada la dificultad de incorporar a Italia.

Fuentes diplomáticas citadas por los medios nacionales, aseguran que el Gobierno de Sánchez prefiere a partir de ahora apostar por un sistema de "alianzas variables" con distintos socios europeos, analizando en cada momento los intereses españoles en cada caso concreto. Pero, en realidad, el Gobierno ha renunciado a formar parte de la tríada que hasta ahora ha definido el marco de las políticas europeas para adaptarse a necesidades de política interior: responde con esta sorprendente retirada de la carrera por entrar en el núcleo directivo de la Unión (una vieja aspiración española), a los equilibrios que exige la entente entre el europeísmo socialista y la crítica al sistema comunitario que caracteriza las posiciones en materia de política internacional de Unidas Podemos.

La renuncia a integrarse en el eje francoalemán permitiría -según el Gobierno- acomodar las dos 'sensibilidades' que coexisten en el Gobierno sobre el compromiso europeo y las políticas comunitarias. Pero más allá de eso, se trata de una cesión en toda regla a las posiciones de Iglesias y los suyos. El coste que esta cesión pueda tener para Sánchez -y para España- es difícil de precisar: en política comunitaria no es bueno ir por libre, y siempre será mejor estar con los que deciden que estar fuera. A la cumbre de Presupuestos, a celebrar en menos de dos semanas, España acude incorporada provisionalmente al grupo de países en el que están Polonia y Hungría, gobernadas por nacionalismos ultraderechistas, y el Portugal de Antonio Costa, primer socialista en cerrar un acuerdo de Gobierno con el Partido Comunista Portugués. Sánchez ha optado por un formato alternativo bastante sorprendente para escapar de este grupo batiburrillo: ha decidido acercarse a Italia, un país gobernado por una coalición similar a la que gobierna España en la que participan el Partito Democratico de Giuseppe Conte, primer ministro (formación política de centro) y la organización populista y muy crítica con las políticas europeas Cinque Stelle. La relación entre España e Italia, durante la etapa en la que Conte pactó con Salvini, líder de los antieuropeos, fue de permanente enfrentamiento por la inmigración irregular y el presupuesto. La ministra española ya se ha reunido con su homólogo italiano, Luigi Di Maio, sustituto de Beppo Grillo al frente de Cinque Stelle, hoy instalado en el Palazzo de la Farmesina. Di Maio, que apoyó el movimiento de los chalecos amarillos, provocando un conflicto diplomático con Francia, también se posicionó claramente a favor de la neutralidad italiana en la crisis presidencial de Venezuela en febrero de 2019, y apostó por la no interferencia a favor de Guaídó.

Es el futuro nuevo socio español.