Había en Santa Cruz tres casas siempre encendidas. Una era la de Maribel Nazco, pintora de origen palmero, cuya obra en marcha nos tenía a todos asombrados. Ella misma era luminosa, suave y precisa, como una casa en las afueras, siempre dando luz a los que nos acercábamos. Ahora la he vuelto a ver, después de muchos años, y el encuentro ha sido como si anteayer nos hubiera invitado a conversar, con whisky en medio, en aquella hermosa casa encendida.

La he visto en Arona, donde Celestino Hernández, paisano suyo y como ella generoso y risueño hasta en los momentos difíciles, le ha preparado una exposición de homenaje y donde ella ha regalado al municipio una serigrafía que la representa: un puente. Maribel Nazco fue siempre un puente, un puente de reflexión y de alegría, una luz encendida para que subieran a verla quienes tuvieran algo que compartir con ella.

Me ha alegrado verla en Los Cristianos, Arona, precisamente. Si me permiten una pequeña intromisión personal en esta historia de amistad que ella representa, Los Cristianos fue la playa en la que yo descubrí la posibilidad mezclar la felicidad y la escritura; como se dice en El extranjero de Camus hablando de otro asunto mucho más dramático, esta es la playa en la que fui feliz. Encontrar a Maribel Nazco aquí otra vez añade a la experiencia de conocerla hace años otra gratitud a esta hermosa playa de arena inolvidable.

La casa de Maribel Nazco era una de aquellas casas en la que fuimos felices, como una playa en la que la noche se hacía luz y madrugada, conversación y alegría. Allí confluían luces de las otras casas iluminadas de la isla, la casa de Eduardo Westerdahl y de Maud, la casa de Domingo Pérez Minik y de Rosita, y la casa ordenada, tranquila, de sabiduría bien amasada, de Maribel Nazco. Alrededor veníamos todos, solos o con parejas, asistíamos a discusiones en las que a veces, como pasó cuando Pedro González riñó a gritos con Westerdahl, saltaban zapatos de tacón por los aires, o a discursos sosegados en los que don Domingo atemperaba, con su veterana cultura democrática, las esperanzas desatadas.

Maribel tiene ahora 82 años. En el catálogo que me regaló en este encuentro en Los Cristianos hay una foto suya de 1967, hecha por el legendario Jorge Perdomo, que entonces retrató de manera magistral, en blanco y negro, a toda esa generación de deseos mezclados. En este retrato está la Maribel Nazco que perdura: sus ojos buscando en el cielo la materia, dura o maleable, de sus imaginaciones escultóricas o pictóricas, y está, sobre todo, la base en la que se asienta, como un pájaro inquieto, su sonrisa de hoy.

La sonrisa de entonces era una sonrisa asombrada, como si ella esperara cualquier cosa, un zapatazo incluso, de aquellas irrupciones que hacíamos en su casa o en otras de las tres casas encendidas de Santa Cruz. Estaba siempre dispuesta a todo. Las enseñanzas de la edad han acentuado en ella la capacidad de ironía que me parece que le viene de fábrica, que utiliza ahora también para la pintura y que la acompaña en esta excursión por la vida que le ha dado sorpresas, dolor y también ventura.

En la conversación que tuvo en Los Cristianos con María Dueñas, la autora de La templanza, una novela que parece escrita en un transatlántico tranquilo donde habitan todas las pasiones, Maribel Nazco estuvo hablando del lenguaje de esa novela y también del lenguaje que a ella le ha ido acompañando como artista del pincel o de los otros materiales que dominan ahora su autobiografía estética.

Profunda, exacta, hizo precisamente de la exactitud (aquella obsesión de George Steiner) el centro de su discurso. Pues las cosas no se diluyen, tienen nombres propios, adjetivos, y estos han de reflejar exactamente a las personas. Nada existe si no lo cuentas bien, nada es si tú no lo dibujas, lo pintas o lo explicas con las palabras adecuadas. Esa es, dijo, la grandeza de La templanza.

Y el mérito de Maribel Nazco es el de haber mantenido en su alma una zona que siempre estuvo al aire libre: la luz de su alma, la vigencia juvenil de su alegría, contra viento y marea. Desde el horizonte al horizonte, el viaje de Maribel Nazco sigue siendo juvenil y atrevido, exigente. El suyo es un viaje que prosigue sin reproches, esperando que el día se haga para bajar al estudio, mirar la esquina de un cuadro, arreglarlo para siempre, pintar otra vez, pintar siempre, y pintarlo todo como si fuera la primera vez que enciende la luz en su casa encendida.

En el estudio, como en la vida, se deja la piel a tiras, pendiente de la cuarta rueda que Kandinsky aconsejaba tener a los artistas para que la fuerza jamás dejara quieta la energía. En los ojos del puente ("siempre hemos de tender puentes") que dejó en Los Cristianos está esa energía de viaje interminable que siempre fue aquella casa encendida con sus luces y con las luces de tanta amistad.