La distancia que separa cualquier punto del universo de la tierra en que reposan los muertos tiene siempre idéntica longitud. No importa que se mida desde las villas de Hollywood, los rascacielos de Abu Dhabi, las chabolas de la Cañada Real o los escombros que adornan los restos de Gaza. Se calcule como se calcule, el resultado seguirá siendo el mismo. La muerte, esa amiga fiel -tierna y turbadora, al mismo tiempo- que nos acompaña en las últimas jornadas del camino, posee una insólita capacidad para establecer la igualdad entre las almas y los cuerpos, más allá de cualquier normativa, de cualquier pacto o de cualquier convenio colectivo. Al final, uno se muere con la misma irreversibilidad, ya esté enfundado en ropas de diseño haciendo juego o cubierto con los trapos empapados en salitre con los que se hizo el viaje en patera. La repercusión mediática, sin embargo, no es la misma, porque el poder del circo es tan grande y estamos tan imbuidos de formar parte de una inmensa troupe que aceptamos las diferencias sin un instante de reflexión, sin una mirada de compasión que no esté separada de los titulares de los periódicos y de la cuota de pantalla. Los griegos construyeron el esqueleto de la civilización occidental inventando o recordando historias de transmisión oral, en las que los seres humanos copulaban con los dioses para generar híbridos e iniciar dinastías. Más tarde, sus dramaturgos y poetas acabaron por darle forma literaria a la mitología inicial, dotándola del componente épico que necesitaba para alcanzar el éxito. Tanto éxito, que la idolatría ha impregnado nuestro mundo, demasiado cercano a las leyendas helenas en su simplicidad esquemática, institucionalizando un sistema eficaz para mantenernos distraídos y olvidarnos del carácter fluyente de la vida. Cada día mueren miles de personas en los arrabales de Haiti -sin ruido, ni focos, ni esperanza-, en las franjas de mar que separan los continentes, en las calles vacías de Siria, en los burdeles infernales de México o en las fronteras africanas. Otras lo hacen tratando de apagar las hogueras que se extienden por el planeta, como resultado de la falta de decisiones inteligentes desde los centros de poder, o de la perversa y estúpida orientación de las mismas. Nuestra capacidad para sentir cierta empatía por los miles de muertos diarios -ni siquiera sabemos cuántos son, ni nos importa- está agotada, pero reaccionamos con espanto cuando en el helicóptero que se estrella viaja un mito, y la idolatría hace que nos afecte como si su desgracia mereciese un respeto diferente, nos generase un desconsuelo de mayor magnitud o su desaparición fuese más dolorosa que las otras. Hemos aceptado con toda normalidad que un deportista de élite gane varios millones de euros al mes, mientras que los sistemas políticos que nos rigen permiten morir de frío en la calle, al tiempo que anunciamos el apocalipsis económico por efecto de insignificantes subidas del salario mínimo. Es muy difícil que una especie con semejante patología pueda evitar su propia destrucción.