El cartel más o menos oficial para la convocatoria del próximo 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, es una evidencia retórica del momento de confusión y manipulación interna que vive el movimiento político y social más importante de lo que llevamos de siglo: el feminismo. La lista de las causas y sensibilidades convocantes es casi infinita: hay que celebrar una protesta plurinacional, antirracista, transgeneracional, disidente, transfeminista, lesbofeminista, anticarcelaria, internacionalista y -como atestigua la misma lista- inclusiva, muy inclusiva. Que la palabra mujer apenas aparezca en muchos textos de entre los convocantes es significativo. La potencia del feminismo se debe en parte, sin duda, al compromiso y apoyo de muchos grupos e intereses, pero al mismo tiempo esos grupos e intereses, en demasiadas ocasiones, pretenden y están logrando colonizar el prestigio y el respeto del feminismo, sustituyendo los ideales de igualdad y justicia por los de diferencia e identidad. Hemos pasado del LGBT al LGBTIIA y he visto escrito en muchos divertidos panfletos LGBTQIIAAP (Lesbiana, Gay, Bisexual, Transgénero, Queer, Interrogador, Intersexual, Asexual, Aliados, Pansexual). Antes los rodeaban los jueces o los policías. Ahora se rodean unos a otros, desde una siempre activa y a veces desatada desconfianza.

Cuando Pablo de Lora, en su libro Lo sexual es político, explora los límites teóricos del feminismo, llega a una conclusión que le ha atraído las iras de miles de activistas: la admisión del movimiento trans en el feminismo significa su muerte. "La lucha feminista, si tiene un presupuesto, es que hay algo que llamamos mujeres -en situación de vulnerabilidad- independientemente de lo que piensen o de lo que quieran? El feminismo solo tiene sentido como teoría política y reivindicación social porque hay una división sexo/género que no depende de la voluntad de los individuos". Hace cuarenta años un libro con capacidad de provocar se podía titular ¿Qué hace el poder en tu cama?, del pobre de Josep Vicent Marqués. Pues bien: ahora se exige, desde la izquierda, la vuelta del poder a las sábanas. Ya no del poder de instituciones y discursos de la España predemocrática, un imaginario muy enraizado en el autoritarismo y catolicismo, al que aludía el profesor Marqués, sino del poder de un discurso que no asume como prioritario la defensa de la igualdad entre mujeres y hombres dentro de una comunidad democrática y al margen de sus opciones afectivosexuales, sino la preeminencia incluso normativa de unas identidades grupales politizadas.

La murga Triqui Traques ha pedido disculpas por un fragmento de sus letras que molestó a colectivos trans, que se vieron apoyados por todo el movimiento LGBT en su repudio. No ha sido bastante. Ahora piden grotescamente al Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife "que no se repita esto", es decir, que se imponga una censura previa a las canciones murgueras. ¿Cuándo se denunciarán a los miles de hombres que se disfrazan de enfermeras o folklóricas y ridiculizan identidades sexuales o de género sin disculpa ni perdón posible? ¿Cómo supuestos transgresores de la heteronormatividad -con perdón- exigen que los concejales censuren murgas y quizás prohíban en el futuro culos, barbas y tetas de plástico?