Más temprano que tarde tenía que ocurrir. Recuerdo que hace apenas quince años escribí lo hastiante que resultaba, metidos ya en otro milenio, escuchar a las murgas chicharreras la secular y supuestamente desternillante acusación de maricones a los grancanarios. Hastiante. No escandaloso. Me replicó una murga para explicarme terminantemente, sobre el mismo escenario, que llamarían maricones a los grancanarios cada vez que se les antojase. Ya no lo hacen, por supuesto. No lo hace ninguna murga, aunque no estaría de más que algún sociólogo desocupado se dedicase a estudiar la obsesión de los tinerfeños durante décadas por la homosexualidad casi universal entre los grancanarios. Podría armarse una hipótesis sobre la pulsión homosexual de una inmensa muchedumbre de santacruceros que utilizaba un mecanismo de proyección para reprimir sus anhelos carnales. Vaya usted a saber. El transcurso de los años ha afectado a las fiestas porque, por supuesto, la sociedad isleña ha cambiado.

Pero también porque han cambiado las murgas. Todavía a principios de los ochenta la murga era un grupo de amigos, compañeros y vecinos que salían a bacilar y a criticar a personajes públicos y costumbres populares, hasta que terminaron de creerse lo de la voz del pueblo, se coralizaron pensando más en el Orfeón Donostiarra que en las chirigotas de Cádiz y su crítica política pretendió alcanzar la lucidez y la sutileza de Adorno. Cuestionar las murgas se convirtió en cuestionar el Carnaval y cuestionar el Carnaval supone caer en un delito de lesa patria solo al alcance de frikis y amargados. Las murgas eran ya un patrimonio simbólico de las únicas fiestas populares de una capital paulatinamente zombificada, entidades respetables que deberían cuidar de su popularidad, y si estaba mal hablar de maricones y mariquitas, incluso cuando no eran grancanarios, pues se deja de hacerlo y ya está. Las murgas femeninas, por supuesto, no entran en esta consideración, porque estaba en su naturaleza y su horizonte crítico ridiculizar el machismo y la homofobia.

La denuncia de catorce asociaciones LGTBIq contra una letra de los Triqui es una pequeña demasía. Los triquis se limitaron a sacar del ropero más polvoriento el viejo chiste del tipo que se va a la cama con quien cree que es una mujer y es un travesti. Soy incapaz de detectar una hiriente agresión contra ningún colectivo en esta gastada, muy gastada y pobretona grosería, que habla más de la sempiterna crisis de letristas que de un caso intolerable de transfobia que demande la intervención de las autoridades y exija una severa advertencia a los Triqui Traques por un pecado civil imperdonable. Las fiestas son un anchuroso río de machismos, burlas, mariconeo, cuernos a merecidos imbéciles, próximos matrimonios fugaces, maridos y esposas abandonados después de medianoche, drogas, alcohol, mentiras, abusos, risas, meadas, amistades resurrectas, deslumbramiento y amaneceres rotos, y sus meandros nos alcanzan a todos en la luz y la oscuridad.