La historia imparte lecciones magistrales de cinismo. Pronto se cumplirán 75 años de la destrucción de Dresde por parte de la aviación aliada. Se consideró un hecho atroz pero inevitable: útil para acortar el conflicto y obtener la victoria. Algunos, entre ellos el propio Churchill, consideraron los bombardeos indiscriminados que acabaron con 25.000 personas un mal menor. En las décadas que siguieron apenas se habló del asunto en Alemania. Solo ahora, al parecer, las conciencias están autorizadas para debatir sobre la monstruosidad. El pueblo que había asesinado y encerrado en campos a millones de seres humanos no tenía derecho a pedir cuentas a las potencias vencedoras que dictaron la lógica político-militar de destruir las ciudades alemanas. Sebald recordó que Nossack, en su relato sobre la destrucción de Hamburgo, había reflejado incluso cómo algunos de los afectados, pese a la impotencia y el dolor, vieron en los bombardeos el castigo merecido sin discusión posible. Salvo en los medios nacionalsocialistas, muy rara vez se formularon quejas contra la barbarie orquestada por los aliados. El dilema ético no halló argumentos de peso en la guerra total. La terrorífica lógica del vencedor fue absuelta. Siempre hay un modo de tranquilizar la conciencia. Cuando las primeras víctimas de la represión franquista en la Guerra Civil empezaban a rodar por las cunetas, Unamuno para rebelarse contra el error de haber apoyado en defensa de la libertad a los nuevos liberticidas argumentaba que en el otro bando también se cometían tropelías. Ya le había sucedido antes al abrazar a la República como solución a la Monarquía. Sin embargo, el ejemplo más terrorífico de cinismo, el que más daño ha hecho, está en la asimetría aplicada por el comunismo para justificar los crímenes de Stalin y de otros de sus tiranos más relevantes, negando la comparación con el otro gran totalitarismo del siglo pasado a manos de la Alemania nazi. Lo que Revel llamó con acierto la gran mascarada.