"Nadie da un duro por cuatro pesetas", se decía antes de la incorporación española a la zona euro y la asunción de la moneda europea. Habría que explicar este dicho a las nuevas generaciones, identificando que un duro eran cinco pesetas y que nadie lo cambia por menos de lo que vale. No suena igual con el cambio de moneda, pues ya no tenemos expresiones coloquiales que identifiquen las nuevas monedas, como se decía antes de "la rubia" o del "duro". Lo que significaba era que nadie quiere perder. Que detrás de toda entrega hay un interés mayor, al menos igual, al esfuerzo de la inversión. Esto ocurre con las cosas, pero ¿con el resto de dimensiones de la vida ocurre igual?

Yo creo que no. Cuando nos enamoramos no nos importa perder y que gane la persona amada. La maternidad y la paternidad son una inversión que resta posibilidades materiales, pero que suma en otras dimensiones que son humanamente más plenificantes. Hay aspectos de la existencia donde somos capaces de dar un duro por cuatro pesetas y, además, no nos importa porque conjugamos la gramática del don y la gratuidad.

El pasado sábado celebramos el Día de la Vida Consagrada. Esta expresión recoge a aquellos hombres y mujeres que han profesado en un instituto de vida religiosa los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. Han hecho, públicamente, una opción incondicional por Dios y por los demás. Han dedicado su vida a otros. Han dado un duro por cuatro pesetas, o tal vez no... Porque detrás de esa opción de gratuidad existencial está encerrada la promesa del "ciento por uno" que Dios ofrece y que Jesús formula en las páginas del evangelio.

¡Cuántos científicos han hecho crecer la ciencia, con sus consecuencias técnicas en la salud o en las comunicaciones, dedicando su vida íntegramente a la investigación! Cuando no existía Google Maps, expeleólogos dedicaron sus años a recorrer millones de kilómetros con cuadernos de notas que hicieron posible que contáramos con mapas de referencia. La Summa Theologica fue escrita por un religioso que murió con 45 años, en plena Edad Media, cuando no existían los procesadores de textos ni el corta y pega. Consagrar la vida a una labor extraordinaria es, sin duda, algo extraordinario.

Solo tenemos una vida. Y la podemos perder o la podemos invertir. Descubrir aquello en lo que nuestra vida se convierte en una vida útil, digna de ser vivida, es una labor importante. No se trata solo de ayudar a los adolescentes y jóvenes a elegir carrera universitaria según sus capacidades y talentos, sino a descubrir el sentido de su vida y la razón de su existir. Y cuando se reconoce la exis-tencia como un espacio abierto y trascendente, la única ocasión que tenemos de vivir tiene un valor especial que no debiera desaprovecharse.

Llama la atención la madre Teresa de Calcuta. Pero como ella hay muchos hombres y muchas mujeres que han perdido, aparentemente, sus vidas para que muchos otros las ganaran. Y están muy cerca de nosotros. Y pueden estar tan cerca que la posibilidad resulte que te toque la propia identidad. ¿Por qué no?