Cuando Marcelino llegó a Méjico lo primero que recordó fue la tranquilidad y la belleza de la tierra que dejó atrás. Eran años turbios, donde la movilidad laboral era cuestión de ricos y la obligación del exilio se convertía en necesidad. La represión nunca entendió de sentimientos. En el avión canturreaba los primeros temas de Los Sabandeños, mientras que en la guagua de camino al Distrito Federal evocaba el gran concierto de Los Gofiones en el Pérez Galdós; entre estación y estación, saboreaba una pelota de gofio con miel y almendras de su abuela Marisol. Pensaba en la simpleza de un momento tan dulce, tan sencillo y a la vez tan nuestro. Marcelino era profesor de filosofía y militante del Partido Comunista en unos años donde la preparación no tenía tanto futuro como la suerte, tampoco apellido, salvoconducto en un Archipiélago que veía como el tacón militar monopolizaba una sociedad que salía como podía de la oscuridad del franquismo. México, Chile y República Dominicana fueron tres de los países a los que se dirigieron miles de refugiados de la Guerra Civil española, entre ellos muchos canarios. Sin embargo, Marcelino emprendió su periplo en la década de los 60, aún con Juan Negrín y José Franchy Roca en la memoria. Con 20.000 pesetas en el bolsillo y el mareante viaje en barco, Marcelino llegó a una pensión situada a escasos metros de El Zócalo, antiguo centro de Tenochtitlán antes de la llegada de los conquistadores. Había decidido que la filosofía sería su refugio intelectual, con el ánimo de emprender en el arte culinario azteca y trabajar en algunas de las cantinas donde Pancho Villa y su ejército reconfortaban el espíritu de la revolución mejicana. La nueva vida de Marcelino se sustentaba en el recuerdo continuo de sus islas, de Tenerife, donde residía con su perro arlequín en una finca cercana a Tacoronte. El olor del puchero de su madre, al ritmo de la verdura con piel y las costillas en trozos grandes resbalándose al caldero venían al calor del hambre; imposible olvidar el olor de la pimienta para el mojo, con el machaqueo de las almendras en el mortero. Sus inicios no fueron fáciles, comenzando en los fogones del Bar Ópera, famoso por la leyenda que cuenta que Pancho Villa disparó al techo y especializado en los caracoles en chipotle. Doña Moldina, su dueña, le enseñó los secretos de la cocina mejicana: Que el perejil y el cilantro no son lo mismo, cómo cortar el nopal y, sobre todo, dejar secar las tortillas un par de días. Marcelino aprendía con entusiasmo, mientras intentaba descifrar las similitudes gastronómicas con la cocina de su patria. Su empeño era la fusión, un visionario que, ya en la década de los 70, veía en los calderos las posibilidades que ofrecía la imaginación al servicio de la innovación. Pasaron los años, y los clientes del Bar Ópera, en la Avenida Hidalgo de Ciudad de Méjico, sabían de la grandeza natural, turística y gastronómica de las islas. Un día tocaba lección sobre los quesos de Fuerteventura, otro del mojo palmero, y cuando se ponía fino a tequilas, se emocionaba traduciendo la lucha de su pueblo por la libertad en la Universidad de La Laguna. Marcelino lo consiguió y cumplió el sueño de montar una taquería diferente, un local excepcional para fusionar sus dos grandes pasiones: la cocina canaria y la mejicana. Se llamó el Rincón del Canario, en la zona de Polanco, un lugar donde las carcajadas, cervezas y botanas abundaban entre brillantes mosaicos color plomo y fotos viejas enmarcadas de su tierra. La comida adoptaba su fuerza a través de la mezcla afortunada de los platillos mexicanos con la sofisticación y la magia de los platos caseros del Archipiélago. Tacos de puchero, fajitas de carne fiesta, mojo al picotón y, su especialidad, chicharrón de camarón con chipotle y mojo verde. El sueño de Marcelino se hizo realidad.

@luisfeblesc