En 1974 me vine a vivir a Lincoln, Inglaterra, con mi familia. Lincoln es una ciudad cuya colina, amada por los romanos, está coronada por una catedral desigual y bellísima en cuyos alrededores hay enterrados célebres patriotas ingleses.

Vine con mi familia; mi mujer, Pilar, una joven profesora de inglés que luego sería periodista, daría clases de español en un colegio del lugar y yo me disponía a escribir una novela y a enviar crónicas inglesas al periódico EL DÍA. En aquel momento había en estas islas un debate sobre la conveniencia o no de estar (ya estaban, desde el 1 de enero de 1973) en la Comunidad Europea y ahora se ha producido el estrépito de su marcha, y, como es evidente, sigo escribiendo desde Inglaterra, aunque sea provisionalmente, para este periódico en el que me hice periodista.

En aquel momento se produjo, para nuestra pequeña familia aún jovencísima, una suerte que ha durado hasta ahora mismo: conocer a una joven familia inglesa, la de los Cattermole. Ellos vivían enfrente de nuestra pequeña casa. Brian, el padre de familia, era un importante funcionario del departamento de Hacienda inglés y su mujer, Bárbara, escocesa de origen, había hecho mucho viaje por el mundo y tenía una conversación amable y chispeante, y era, sobre todo, una madre también para nuestra hija. Sus hijos eran Michael y Jenny, que fueron hermanos mayores para Eva, que se pasaba el día cruzando de una casa a la otra.

El extranjero, en general, es un país muy difícil. Gracias a los Cattermole aquel invierno prolongado que es la vida inglesa en los Midlands se nos hizo un gran placer humano, una aventura familiar de recuerdos e inolvidables gratitudes. Luego han pasado muchas cosas, naturalmente (naturalmente era de las pocas palabras que Brian, fallecido ya, por desgracia, terminó aprendiendo del español que nosotros le hablábamos), pero la amistad ha seguido invariable. Así que cada vez que pasa algo en Inglaterra, y ahora ha sucedido algo gravísimo, nosotros nos acordamos de los Cattermole.

Por eso llamé a Michael, ahora un muy relevante periodista deportivo, especializado en carreras de caballos, en cuyo sector es un gurú. Quería saber qué sentía él ante el hecho cierto de que el Reino Unido, casi medio siglo después, abandonaba el país de países que es la Unión Europea. Él estaba estos días en Portugal, trabajando, y me respondió con un largo mail que comienza con su "decepción" por este abandono. Aunque desconoce las ventajas o desventajas de seguir, él sabe que el Reino Unido abandona un sistema de seguridad que no va a hallar yéndose. Algo que tampoco le convence, entre las razones del Brexit, es que gracias a esta salida Gran Bretaña vaya a "recuperar el control", un modo de seducir a los votantes que en realidad ni siquiera asegura el control sobre la emigración. Y este ha sido, entre noticias falsas y seguridades basadas en promesas sin futuro, uno de los grandes atractivos de la propuesta de salida.

La respuesta de Michael contenía otros aspectos más humanos de su reflexión. Mientras lo leía me imaginaba a aquel muchacho inglés de trece años que entonces cuidaba a Eva, correteando por Nursery Grove, la calle sin ruido en la que vivíamos como en una burbuja que olía a leche y pan.

Ahora este muchacho me decía: "Sí, estoy triste porque abandonamos la UE. Y estoy seguro de que vamos a tener tiempos muy difíciles por delante. Ha dominado el ascenso del nacionalismo. Ha llegado a ser una fuerza tan potente que el propio Reino Unido está bajo amenaza. El público ha votado sin claves, y los políticos no se han dado cuenta de los riesgos que eso comporta".

Estos días he escuchado otros testimonios, muchos de ellos llenos de tristeza ante la perspectiva que desde este 31 de enero es el frío cumplimiento de un acuerdo cuyo futuro requiere años de difícil digestión. Entre las cosas que escuché fue lo que me dijeron dos jóvenes sureñas de Tenerife. Marta Mederos, pedagoga, se vino con su amiga Naty Jiménez, que ya estaba aquí, especializándose en hostelería. Ella es de Chío, Naty es de Guía de Isora. Las dos aprenden también a saber cómo son los ingleses, "que imaginaban más amigables con tanta gente como quiere venir a este país". Contrasta esa impresión del inglés adusto con esa mezcla universal de caracteres que ellas tratan en el hotel en el que hemos coincidido, junto a la estación de Victoria. Algo que las sorprendió para bien es la libertad con la que se viven los distintos modos de ser o de parecer, "aunque lleves cuernos nadie se fija en ti". Pero hay algo más que es legendario y triste en el carácter inglés: "Aquí nadie conoce a nadie". A Naty le gusta la diversidad de gente, esta perspectiva de una Inglaterra aislada no acaba de ser de su gusto, como no le gusta, en otro sentido, que el sol se haga tanto de rogar. De modo que entre unas cosas y otras a lo mejor un día se marcha a Australia? ¿El Brexit? "Llega el viernes", me dijo, "de momento es una palabra, y no puedo decir que me dé miedo".

Si mi testimonio vale también, sí debo sentir que siento miedo, por Europa y por el país que aquí se queda jugando ahora con su propio juguete de historia y de autoestima al que conocí cuando nos hicimos amigos de los Cattermole.