Igor Malickij, uno de los últimos supervivientes de Auschwitz -donde alcanzó a ser el número 188.005 en la cola de la cámara de gas-, solloza desde la portada de los periódicos por todos sus recuerdos; por los suyos y por los que ya no tienen quienes murieron, con la lentitud anunciada que caracteriza al odio, en los campos de concentración que el rechazo al otro construyó en Alemania, en Italia, en Rusia, en China o en España. Es posible que no haya un país o una región en este planeta, entre las que consideramos avanzadas, libre del estigma. Exterminar a los miembros de la especie -una especie producto del cruce entre diversos híbridos- que molestan, que sobran o que huelen diferente, debió ser un hallazgo temprano de la humanidad, un descubrimiento de éxito en aquella época en que la vida se defendía marcando las entradas de la cueva con excrementos aromáticos para identificar las fragancias de la tribu. Algo más tarde, la naturaleza se desplegó para permitir la aparición de un lenguaje escueto y directo, desarrollándose la habilidad de emitir bramidos para amedrentar a los componentes de las otras manadas -¿a que suena bastante familiar?-, incorporando un tono de música castrense, de ardor guerrero embrionario y arenga primitiva, antes de enarbolar los palos y arrojar las piedras para quebrar los cráneos de los vecinos y comerse sus sesos y sus criadillas en fresco, o guardarlas en conserva para su consumo tras pasar por la brasa. No parece que haya cambiado mucho desde entonces. Uno ha escrito en páginas como esta que el vicio de señalar al extraño -al negro, al gitano, al tonto, al bajito o al que folla de otra manera; es decir, al que no es de los nuestros- no solo persiste en nuestra sociedad, sino que en estos momentos sufre un repunte amenazador que se extiende en la calle como una mancha de aceite, que ocupa los espacios democráticos, que se jalea en los medios de comunicación diseñados al efecto, que se justifica con referencias a la serie de conceptos inventados por los fundadores de cada religión y cada credo -la patria, la iglesia, la identidad o la bandera-. La noche de los cuchillos largos no es una imagen literaria, sino un capítulo de la historia que revive una y otra vez, que resucita cada noche tras la puesta de sol y que se refuerza con las oraciones de cada parroquia. Y eso ocurre con la complicidad de quienes callamos con cobardía, confiando en que cuando se abra la veda nuestra puerta no será marcada con una cruz. Cada ideología explica el mal en base a la existencia de la otra, pero el origen es más profundo, porque está escrito en la parte más estúpida y brutal del genoma de la especie y reposa en sus bajos fondos. El fantasma de Auschwitz no es un recuerdo, sino una amenaza real, y urge enfrentarse a ella con las armas de la educación y la cultura.