El último libro de Thomas Piketty, una suerte de nueva visita a la idea de refundar un capitalismo con alma socialdemócrata, que ya apuntó en su monumental Capitalismo del Siglo XXI, afina aún más el tiro. Capitalismo e ideología es un acertado análisis de las opciones que tienen el capitalismo y la izquierda para salvarse mutuamente y salvar la democracia de su imparable decadencia frente al neoliberalismo con ropajes populistas y autoritarios que hoy crece y se desparrama por las naciones más prósperas del planeta.

Piketty no es el único de los grandes economistas que han desarrollado en las últimas dos décadas la crítica al sistema de mercado actual y su creciente incapacidad para resolver a desigualdad. Los nobel Krugman y Stiglitz han sido igualmente contundentes al proponer los cambios que la economía moderna precisa para no ser dominada por un puñado de grandes corporaciones tecnológicas o financieras que regulan el sistema a su antojo y controlan políticas y gobiernos.

Pero Piketty no es solo un grandísimo economista y un magnífico divulgador, es probablemente uno de los grandes pensadores de este principio de siglo: sus libros, como los de Harari o Pinker o Klein, se han convertido en luces que alumbran el desierto de mediocridad y estulticia que caracteriza y define el pensamiento blando de nuestra modernidad líquida. Piketty es hoy a la economía lo que Harari a la historia, Klein a la preservación del medio o Pinker a la filosofía del humanismo: la llave que abre las puertas de la mente al cambio y las grandes transformaciones que este siglo necesita para evitar ese apocalipsis de baja intensidad que se adivina a la vuelta de la esquina y que amenaza con trasformar a la mayoría de la Humanidad en adocenados esclavos del consumo, o legiones empobrecidas de ciudadanos mantenidos miserable y artificialmente en la desigualdad.

Piketty es sin duda un personaje curioso: profesor de economía formado en el liberalismo, tras analizar el capitalismo actual en una obra técnicamente muy superior al muy sobrevalorado y poco legible mamotreto fundacional del marxismo económico, evolucionó hacia una suerte de socialismo reformista y académico pero potencialmente revolucionario, que cuestiona el carácter sagrado e intocable de la propiedad privada, sin cuestionar su existencia, y que interpela directamente al uso público del dinero como una herramienta para la nivelación social. Piketty es un audaz portavoz de ideas sencillas, comprensibles y sensatas, que nadie de su gremio suele atreverse a defender en voz alta: la creación de una beca estatal y universal para los jóvenes, efectiva al inicio de su vida adulta, que coloque realmente a todo el mundo en igualdad de condiciones en el punto de partida; la reducción hasta lo simbólico del impuesto de sucesiones y su sustitución por un impuesto operativo y realista al patrimonio -privado y empresarial- que amortigüe la velocidad en que se produce en las sociedades desarrolladas la apabullante acumulación de riqueza en torno a grandes fortunas, directivos de empresa o familias vinculadas al poder político; o la creación de nuevos sistemas para financiar la actividad partidaria que vincule la supervivencia de las organizaciones directamente a los ciudadanos y no al Estado. Pero de todas sus propuestas, la que me produce mayor simpatía es la que encara la flagrante injusticia de los impuestos indirectos -el IVA, IGIC en Canarias- que pagan por igual ricos y pobres, y la necesidad de defender la progresividad fiscal no solo sobre la renta, también sobre la riqueza. Es una lástima que a Piketty no lo haya leído Román Rodríguez.