No solo de CC, del verbo florido y sostenible de Román Rodríguez o de los videoclips de Augusto Hidalgo vive el hombre. Acontecimientos más modestos son interesantes. Muchos afirman, por ejemplo, que después de su Asamblea General, el próximo 14 de marzo, Ciudadanos entrará en agonía como organización política y desaparecerá en Canarias. Es una opinión muy extendida y creo que matizable, pero acertada.

Ciudadanos nunca fue un partido político -aunque disponía de todos los recursos para construirse como tal- sino una suerte de club de notables con un grupo de entusiastas inicialmente dotados de la épica del que llega al patio del colegio y se enfrenta a los dos grandullones que repartían hostias y burlas y jugaban a su antojo. En Cataluña hicieron del antinacionalismo su auténtica seña de identidad electoral: de todo lo que iba mal en el país los responsables eran Pujol y sus descendientes, y el resto de los partidos nacionalistas, y los que como el PSC pactaban con los nacionalistas, y más tarde con los que los seguían llamando nacionalistas, cuando eran pura escoria tribal, y por ese camino llegaron a la peligrosa convicción de que solo en Ciudadanos estaban los ciudadanos. Albert Rivera olfateó en el aire la putrefacción del bipartidismo y se fue a conquistar Madrid, y en Barcelona dejó a Inés Arrimadas. Ciudadanos, alongado sobre el eje antinacionalista, actúo como un catch-all party devorando votos de centroderecha y centroizquierda y ganó las elecciones autonómicas de 2015. Entonces perdieron el seso y Rivera se convenció de que podía convertirse en presidente del Gobierno español sobre un PSOE infartado y un PP hundido en el desprestigio de una gusanera de corrupción. Conquistaría el centro y no para ser el partido bisagra de la democracia parlamentaria española, sino para transformar en bisagras de Ciudadanos al PSOE y al PP. Ya se sabe cómo acabó tanta lucidez estratégica: con decisiones tácticas cada vez más suicidas hasta comprometerse con la derecha endurecida del PP y la ultraderecha de Vox.

El desprecio a la democracia interna que caracterizó a Ciudadanos tuvo pocos ejemplos tan patéticos como Canarias, que jamás contó con un liderazgo definido: Melisa Rodríguez, diputada nacional, nunca soportó la expectativa de quedarse estabulada en Canarias: su proclamado destino era la política nacional. La candidata presidencial a las elecciones autonómicas de 2019, la periodista Vidina Espino, fue elegida directamente desde Madrid. Cuando el militante quizás más dinámico y conocido en Tenerife, y portavoz, Mariano Cejas, mostró su interés en asumir la candidatura, se le contestó fulminantemente que quietocallao por un wasap. A Espino la pusieron a negociar un gobierno, con Teresa Berástegui -la chica de derechas más amada por la izquierda lagunera- como consejera para dilucidar si era mejor ir a las reuniones de negociación en coche propio, en taxi o en cabriolé. Los maravillosos fichajes de Juan Amigó para el ayuntamiento de Santa Cruz y el Cabildo de Tenerife tomaron decisiones autónomas con conocimiento del secretario de Organización -en la capital- o engañándolo sin más -en el cabildo-. Los 1.800 afiliados del pasado julio se han reducido a menos de la mitad. Cs, en Canarias, fue apenas el sueño de un lustro, una crónica de entusiasmo, ingenuidad, oportunismo y manipulación.