Dicen los que entienden que los recuerdos se van alterando a medida que pasa el tiempo. Que los adaptamos, necesariamente, a nuestro entorno para ayudarnos a sobrevivir y a afrontar los problemas. Que la memoria edita y reedita cada escena para construir una historia que encaje en nuestro presente.

Pues bien, yo les digo que esto que voy a contarles ocurrió tal y como lo recuerdo. Habla de cosas que desde chica me suceden y que hacen que la gente que me rodea piense que soy un imán para las situaciones surrealistas, las almas errantes y los casos perdidos. Lo soy. Afortunadamente.

Acabo de llegar a la estación y, a las doce de la noche de hace más de diez años, solo está abierto un restaurante que simula un oasis mediterráneo de palmeras y exotismo algo lisérgico en lo más crudo del crudo invierno mesetario. De un invierno como este.

Así que ahí me encuentro, en medio de la calle, después de haber cenado con un amigo en ese decorado de 'Las mil y una noches', con ganas de llegar a mi casa y a mis cosas.

Cruzando, al lado del hotel que conserva la habitación donde vivió Neruda, se sitúa una fila de taxis que va menguando por minutos.

Nos acercamos al primero de la cola. Entro. Doy un respingo. Hay una mujer sentada en el asiento del copiloto que me acaba de dar el susto de mi vida. El conductor, que parece sacado de la ventanilla de un banco de San Francisco en los tiempos de la fiebre del oro, se gira y nos explica, como contando un secreto: "La traigo conmigo porque es inválida".

Mi amigo no puede callarse y replica: "Inválida no, discapacitada". Ella le da las gracias y mira al cajero del Lejano Oeste con un leve reproche en los ojos.

Nos cuenta que tienen un hijo, ciego y sordo de nacimiento. "Eso sí es ser inválido", dice, con mucha tristeza. Mi acompañante, que esta noche está un pelín irritante, contesta: "No, no crea. Seguro que él es feliz así". A mí, en cambio, me duele el alma, y tengo que hacer un esfuerzo para amortiguar el impacto que, aun con lo que he vivido, me producen estas cosas.

Ella sigue parloteando, incontenible, ajena a mi angustia, y nos cuenta, divertida, que, por fin, tras muchos años de encuentros, de desencuentros y, finalmente, de convivencia, se acaba de casar con este hombre, el taxista de las patillas blancas, el bigotazo, el chaleco y la camisa a rayas, al que solo le faltan los manguitos para completar la estampa. "Fíjese que nunca conocí a ningún otro hombre antes. Lo estaba esperando, por eso, cuando nos juntamos, él no se lo podía creer?"

La que no se puede creer lo que está viviendo soy yo, que a duras penas puedo disimular mi asombro. Sin embargo, durante el trayecto voy entendiendo que ya nada que pueda suceder dentro de ese coche me va a parecer raro. Al llegar a mi destino, me alongo sobre el asiento para verle la cara a la mujer y reúno valor para preguntarle: "¿Usted es feliz?". No duda ni un segundo en contestar: "Mucho, muchísimo". Me bajo. Antes, le tiendo la mano y le digo: "Encantada".

"Sauce, me llamo Sauce, como el árbol". Y esboza una sonrisa que brilla debajo de una gorra recamada de lentejuelas doradas que le cubre la mitad de la cara, así que no puedo calcularle la edad ni la belleza.

Es verdad lo que dicen que dijo Paul Éluard: hay otros mundos pero están en este. Y es verdad, palabra por palabra, todo lo que les he contado.

¿Cómo podría yo inventar algo tan imposible?