El ministro de Ciencia e Innovación escribía hace días un artículo elogiando la cooperación entre Universidad y Ciencia, subrayando la importancia de sus interacciones en la generación del conocimiento. Es posible que las prisas hayan inducido cierta confusión en sus argumentos. Porque no se trata de que la Ciencia y la Universidad deban cooperar, como señalaba el ministro, sino que la primera se hace en el entorno de la segunda, que se encarga de darle forma y transmitirla a la sociedad. Dos descubrimientos recientes reflejan esta circunstancia. En un caso, la denominada "materia oscura" -transparente, invisible o fantasmal, como los extraños seres mencionados por Maupassant en El Horla-, descubierta o detectada por Vera Rubin en la Universidad de Georgetown hace medio siglo, ha vuelto a ocupar los titulares de las páginas científicas. En otro, la sospecha de que las "arqueas de Asgard" -minúsculos organismos carentes de núcleo, pero con un genoma emparentado con el nuestro- pueden ser antepasados de la especie humana, como sugirieron científicos de la Universidad de Upsala en 2015, se ha convertido en una realidad al ser fotografiadas por investigadores japoneses. En ambos casos el conocimiento transmisible se ha desarrollado en laboratorios de universidades o centros de investigación, a través de un proceso que implica reflexión documentada, análisis, contraste y deducción, en una suerte de cadena que se realimenta a sí misma. Tanto en España como en el resto del mundo, la mayor parte de la investigación científica se lleva a cabo en la Universidad, donde se da forma comprensible a los hallazgos con objeto de explicarlos a diferentes niveles. No es posible separar los distintos elementos del proceso, y solo la torpeza interesada de la política partidista lo hace sin vergüenza. Incluso, cuando una parte de dicho proceso se lleva a cabo en centros no ubicados en la Universidad -como es el caso del C.S.I.C. en España, el M.I.T. en Estados Unido, los centros Max Planck en Alemania, o el instituto Crick en el Reino Unido-, existen adecuados mecanismos de cooperación, sin que la actividad en cada caso pueda separarse ni exista solución de continuidad, ya sea en sus aspectos docentes, investigadores o de transferencia. Como contraste, aquí y ahora, el nuevo ministro de Universidades ya declaró con un guiño que la separación de ambas actividades en dos departamentos es un disparate, mientras el de Ciencia se ha visto obligado a justificarse, con buena voluntad, pero dudosa credibilidad. Tres comunidades autónomas con cierta tradición de éxito -como la catalana, la vasca o la andaluza¬- ubican a la Universidad y a la Ciencia que en ella se produce en un mismo departamento, o han establecido programas transversales al respecto. Lamentablemente, en Canarias, un gobierno que se creía inmortal produjo una separación nefasta, y ahora que una nueva política podría corregir el dislate parece despreciarse la oportunidad manteniendo a la Universidad en una consejería y a la Ciencia en otra diferente, lo que sugiere ignorancia o desinterés, más allá de los ajustes partidistas. Aún hay tiempo.