Cuenta don Román Rodríguez que Canarias necesita un nacionalismo integrado e integrador, progresista, feminista, ecologista, ya saben, todas las etiquetas emancipadoras de la izquierda convenientemente grapadas para su comercialización exitosa en el mercado político-electoral. Quizás tenga razón, pero desde cierto cansancio, probablemente injustificado, sospecho que a Canarias le urge, más que nuevos proyectos liberales, socialdemócratas o nacionalistas, una sociedad civil más fuerte y potente, más articulada y emponderada, superadora definitivamente de legañas insularistas y ensoñaciones proteccionistas -aquí el fuerismo es puro subvencionismo- y que esté en condiciones de liberar sus propias energías creativas. Tal vez Canarias necesite menos partidos con vocación hegemónica y más una ciudadanía más autónoma, más activa y crítica, más participativa y ambiciosa al margen de las maquinarias partidistas y la política profesionalizada. En este país ocurre algo pernicioso: el Gobierno autonómico, una endeble criatura administrativa a mediado de los años ochenta, se convirtió apenas en poco más de una década en el principal asignador de recursos y reina -si se me permite la expresión- en un espacio servil donde las grandes organizaciones empresariales -las que generan más y mejor empleo y valor añadido- son muy escasas, el mercado regional todavía una utopía y, en cambio, las pequeñas empresas y los autónomos recorren cortos ciclos de extinción y renacimiento entre angustias y estertores. El gobierno regional ha crecido como un ogro filantrópico -que diría Octavio Paz- y la sociedad isleña no ha salido de una minoría de edad a menudo satisfecha de misma. Quizás a la democracia -en Canarias y fuera de Canarias- no le convendría seguir siendo lenguaje prostituido y corona de gloria de los partidos políticos, sino reclamarse como un conjunto de derechos y obligaciones que debería metabolizar esa sociedad civil que a veces, en nuestras ínsulas baratarias, parece adoptar una biología típicamente zombi: ni muerta ni viva, sino todo lo contrario.

Los nacionalistas quieren -o simulan querer- dialogar con los otros nacionalistas, los socialistas anhelan debatir solidariamente con todas las fuerzas de izquierda, la derecha considera hoy una obligación patriótica ponerse en contacto con aquellos agentes disconformes con la agendas de izquierda. Esa exhibición dialógica, en realidad, enmascara una obsesión monologuista: cada uno entiende que el único diálogo razonable es consigo mismo o con las opciones más próximas a sus intereses. Por el contrario, una de los déficits más sintomático de Canarias es la ausencia de grandes consensos, aunque se haya aprobado un nuevo Estatuto de Autonomía o renovado las bases del REF: los límites de la sostenibilidad del sistema sanitario público, los modelos de transporte, el compromiso financiero en I+D+i, una ordenación urbana que reconozca la realidad de la ciudad-isla, la oferta universitaria, la formación profesional, los puertos y aeropuertos, la enseñanza de idiomas, las energías alternativas, el papel de la renta ciudadanía en el entramado de políticas sociales y asistenciales. Una decena de opciones estratégicas al resguardo de la esterilidad política y que permita un desarrollo transformador a lo largo de varias generaciones. El verdadero diálogo democrático que exige Canarias y su futuro es política e ideológicamente transversal y tendría como objetivo desgobernalizar la sociedad civil y conseguir unas administraciones públicas eficientes y eficaces para un proyecto de país ampliamente compartido.