La estructura comercial del planeta, cada vez más marcada -una vez que la globalización se controla desde los despachos de los ejecutivos de Chicago, las ventanas desde las que se contempla el río Charles o los despachos de Pekín-, ha facilitado que las metáforas geográficas impregnen el lenguaje, incluso en territorios que podrían estar ausentes de esos colores y esas tonalidades. Pero ahí estamos. En una discusión de café o cerveza entre dos investigadores, uno puede sostener, y hacerlo con todo derecho y sólidos argumentos, que Boston -o, para expresarlo con más precisión, el Cambridge norteamericano- debe ser considerado el centro del Universo, mientras que su colega, basado en motivos similares, afirmará que dicho lugar está ubicado en las profundidades del Silicon Valley. En cualquier caso, la ubicación del centro de algo siempre es un problema de difícil o inalcanzable solución, de ahí la invención de la geometría variable, cuya utilización en la política española de la época parece hacer referencia a una característica intrínseca del género, es decir, al pacto con un ala del hemiciclo o con la otra, dependiendo de las circunstancias y la necesidad de llegar a acuerdos. La política tiene ese grado de ambigüedad, y ello no es malo, ya que las verdades absolutas ni siquiera tienen una aproximación definitiva a la certeza en el ámbito científico, y hasta cuando parece que hemos dado con "la partícula de Dios", el minúsculo fantasma se nos escurre una vez más y solo es posible entreverlo con una enorme estructura capaz de bombardearla con ilusiones o teniendo un encuentro solitario y desenfadado con mescalito. ¿Es posible, en cualquier caso, conocer la posición del centro del Universo? Tal vez si conociéramos su origen, porque, supuestamente, ahí habría nacido todo. Sin embargo, por mucho que insistamos, el tenue paso que nos transporta de la nada al todo resulta demasiado inasible, y solo las visiones místicas o las aproximaciones poéticas con mayor grado de pureza -y a saber cuáles son y en qué consisten- permiten albergar la sospecha. En principio, hemos aceptado que realmente hubo un origen de las cosas visibles, y que a partir de ese instante se produjeron los siguientes prodigios. ¿Y antes de eso? Si la nada era la negación material de lo existente, ¿cómo explicar su asombrosa mutación y su extraño programa, capaz de inducir la generación sucesiva de otros mundos y la invención de las ideologías? Los físicos reconocen que no hay especulación posible o, al menos, analizable, porque el tiempo comenzó entonces. Desde un profundo escepticismo, Cioran dudó precisamente del devenir y le angustió su carácter mortal. ¿Y si no fuera otra cosa que una convención artificial? Cosmológicamente, si no hay tiempo no hay origen, ni centro, ni extremos, ni límites, ni polos. Con lo cual la ocupación de esos virtuales espacios ideológicos queda reducida -y eso es lo verdaderamente relevante- a decisiones que únicamente tienen sentido si se relacionan con el transcurso de la vida, en el sentido más amplio y solidario del término.