Finalmente, hay Gobierno. Ha costado demasiado y hemos sido llevados a un estado de inquietud indebida. Quizá la frase descriptiva deba invertir la del Jefe del Estado, a quien el colegio ministerial ha prometido lealtad. Largo y con dolor ha sido el parto. Puede que luego sea más sencillo. Este domingo ya hemos visto que el número de los españoles excitados, soliviantados y amenazados por la formación del Gobierno se aproxima al de los militantes de Vox. Las gritos estridentes no nos convencerán de que la sociedad española se ha perdido en el laberinto de un tiempo pasado. Disiento de los que ven tras el Gobierno la sombra de otras épocas. Este Gobierno ni nos aleja de 1939 ni nos acerca a 1936. Emerge de la España actual con la normalidad expresiva de una sociedad plural mucho más democrática que la de tiempos pasados.

No. Pocos temen que regresemos a 1936. Hasta los selenitas saben que eso es un imposible histórico. Temen algo más prosaico: perder el manejo de España por una temporada si este Gobierno se consolida. Que ese temor los lleve a tales exageraciones se debe a que necesitan mantener el modelo de España intocable hasta ahora, si quieren tener un futuro cómodo, sin cambios y sin adaptaciones. Ese modelo ha sido meticulosamente elaborado mediante la escalada del nacionalismo español. La respuesta de los nacionalismos periféricos, inducida, también rendía beneficios. Fanatizaba al electorado a favor de opciones radicales y, todavía más importante, excluía a las fuerzas independentistas del juego político español. En este cortocircuito, el PSOE no tendría más remedio que sumarse al carro del nacionalismo españolista y convertirse en una fuerza subalterna.

Ya hemos olvidado hasta qué punto esta batalla se libró también en el seno del PSOE, y hasta qué punto en ella se arremolinaron las opciones del entonces hegemónico PSOE andaluz, dirigido por Susana Díaz con el apoyo incuestionable de Guerra y de González, finalmente reconciliados. Más increíble fue que esa reconciliación se extendiera hasta concordar con el viejo rival, José María Aznar. Al final, las realidades catalanas no pudieron dejar de incidir en el ámbito español, aunque en este caso significase el triunfo del PSC sobre el PSOE andaluz. Esta historia, que algún día tendrá que ser contada de forma pormenorizada, es la que lo ha decidido todo, por mucho que quien haya tenido que liderar este movimiento haya sido un hombre de Madrid, Pedro Sánchez, en un momento en que el PSOE madrileño estaba de horas bajas.

Todo se ha cocido lentamente en el gobierno de la ciudad de Barcelona de En comú-Podem con el PSC en la anterior legislatura, y de ahí brota la fuente de la energía que ha llevado a la formación de Gobierno. De esa energía depende que ERC explore con muchas cautelas su regreso a la gobernación de España y, lo que es más importante, no excluya alguna forma de normalizar la vida cotidiana del Gobern de la Generalitat de Cataluña, que no puede vivir mucho más tiempo en una irritabilidad que, si no hubiera presos, no respondería al estado de ánimo de la mayoría de la ciudadanía catalana. Pensar que aquí estamos en una constelación que tenga algo que ver con el año 1934 es un ejercicio que desconoce lo específico del presente. Todavía fuerza más las cosas comparar al actual Unidas Podemos con el PCE del pasado, por no hablar de identificar el PSOE con el tradicional socialismo de los años 30.

Desde luego la derecha no está inquieta porque haya vuelto el Frente Popular. Está inquieta porque no quiere cambiar, porque quizá tenga difícil cambiar. Y si este Gobierno sale bien, tendrá que hacerlo. Pues este Gobierno tiene poco poder, y la derecha no quiere que tenga un ápice más; y anda justo de gente incondicional, como se ha visto en el nombramiento de la Fiscal General. Pero lo más importante que tiene este Gobierno es un posible cambio de agenda. Nadie espera grandes éxitos. Sin embargo, el triunfo más importante será decidir un horizonte de medio plazo. Si no comete grandes errores, y si impone ese cambio de agenda y logra apuntarse algunos éxitos discretos, podrá disponer de un horizonte a medio plazo. Eso es una eternidad para una derecha hundida en una dualidad que le deja poco margen de maniobra.

No cometer grandes errores significa ante todo no utilizar el Gobierno para fortalecer las diversas opciones partidistas. Los partidos que han firmado el pacto de Gobierno se salvarán juntos o perderán el poder juntos. No deben usarlo para disminuir la fuerza del otro, sino para ampliar cada uno su electorado. Otro juego podría ser letal. Apuntarse éxitos discretos lo tiene el Gobierno al alcance de la mano: avanzar a paso firme en ultimar el corredor mediterráneo, mejorar la financiación en educación, estabilizar la subida del salario mínimo, lograr la mejora de la justicia fiscal, luchar por la igualdad de género. Son éxitos que no necesitan la cooperación legislativa de la oposición.

Sin embargo, el cambio de agenda tiene que ver con la inteligencia política y es ahí donde se juega todo. Ningún cambio estructural legislativo se conseguirá en los años inmediatos, si es que el Gobierno llega al final de la legislatura. La oposición no está preparada para cooperar en el asunto. El cambio de agenda no debe centrarse en eso. Hasta ahora, la derecha ha impulsado una mutación constitucional que ha recentralizado el Estado, con graves implicaciones económicas, necesarias para que ella pudiera impulsar su modelo financiero de la economía, propio de los esquemas neoliberales. De este modo ha puesto la bota sobre las autonomías, a las que controla como si fueran delegaciones gubernativas. Lo ha hecho sin tocar la Constitución, que se ha mantenido como un fetiche blindado. Eso se ha hecho posible por su mejor conocimiento del Estado administrativo al que quiere reducir España.

Lo que más teme la derecha quizá sea que este Gobierno aprenda este método. Que sin cambiar una coma de la Constitución empiece a poner en marcha dispositivos políticos de pluralidad, de descentralización, de reparto equitativo del presupuesto, en suma, de federalización económica de una España cooperativa. Un cambio de agenda no debe aspirar ahora a poner el foco en los cambios legislativos. Debe consistir, sobre todo, en asumir políticas concretas que signifiquen una alternativa al modelo que hemos visto crecer hasta lo monstruoso ante nuestras narices. Pero esas políticas concretas no harán efecto, no calarán en la opinión, no dispondrán de coherencia, si no responden a la agenda que es preciso defender explícitamente y cuyas ventajas se deben gozar antes de que la mayoría las acepte. Sin ese juego concreto no se producirá la energía política de un país en marcha, ni la confianza para iniciar un cambio de ciclo.

Esa agenda no está presidida por la federalización de España, sino por un cambio de modelo de crecimiento, de redistribución, de justicia, de equilibrio territorial. Ello hace completamente necesarias las políticas federalizantes. No se trata de impulsar prácticas de federalismo por dogmatismo teórico ni por fijación ideológica. Sencillamente, no se puede mejorar el medio ambiente si se sigue apostando por megalópolis en las que se concentra la población, recursos y especulación, con sus diferencias insoportables. No se puede mejorar la educación hacinando a escolares de todas procedencias en colegios improvisados, continuamente ampliados, con profesores desbordados y sin un mundo de la vida que los ayude. No se puede esperar un turismo sostenible sin atender la integridad del territorio. No se puede capilarizar la inmigración necesaria sin distribuir recursos en los ámbitos locales y regionales. No se puede implementar energías limpias sin llevar financiación a zonas despobladas. Ninguno de los problemas que tenemos se puede resolver desde la insistencia en la centralización. Nunca antes fue tan necesaria y racional la federalización de España. Y hay mucho margen para hacerlo sin tocar la Constitución. Quizá eso tema la derecha, y por eso necesita de la cortina de humo de la fanatización anti-catalana.