Hay leyes que reconocen derechos que se pueden ejercer o no ejercer, y estas leyes deben diferenciarse claramente de las leyes que nos imponen obligaciones o prohibiciones. Los derechos fundamentales nos dicen lo que podemos hacer pero su vigencia no nos obliga a manifestarnos, asociarnos, etc. Lo mismo sucede con otros derechos que aunque no son calificados de fundamentales podemos ejercerlos o no. Un ejemplo claro es el derecho a contraer matrimonio, o a poner fin al mismo, al que se refiere el artículo 32 de la Constitución. A ninguna persona que haya contraído matrimonio se le obliga a divorciarse, aunque el divorcio esté reconocido como un derecho por la ley. El Estado debe proteger, en caso de divorcio, a los hijos así como el equilibrio de las prestaciones y derechos de los cónyuges, pero no debe entrar a impedir que las personas organicen sus relaciones personales y familiares como les parezca oportuno. Esto, que ahora entendemos con facilidad, pues no parece que exista ningún movimiento social que reivindique la abrogación de la ley de divorcio, en 1981 no era compartido por ciertos sectores de la sociedad española que se oponían a reconocer el derecho a divorciarse, como si se tratara de un derecho de obligado cumplimiento. Y lo mismo puede decirse del aborto, aunque sea un derecho cuya regulación suscite mayor controversia. Los europeos podemos sentirnos orgullosos de las cotas altísimas de derechos fundamentales proclamados en nuestras constituciones y en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, sobre todo cuando nos comparamos con otras regiones del mundo. Pero, lejos de estar todo hecho, la expansión de los derechos fundamentales es imparable, es un signo de nuestro tiempo, así como su internacionalización. E igualmente sigue siendo necesaria una mayor sensibilización de la sociedad en general y de las Administraciones y los jueces en particular. Uno de los derechos que está en la cola de los derechos que esperan su reconocimiento es el derecho de las personas a disponer de su propia vida en sus dos vertientes: el derecho a una muerte digna y la eutanasia. Nadie puede evitar que los suicidas dispongan de su propia vida. La cifra de suicidios en el mundo occidental, en que se llevan estadísticas al respecto, es considerable. Y, aunque parezca sorprendente, el mayor número de suicidios por habitante se corresponde a los Estados más avanzados, más igualitarios y con mayor protección social, como son, los países nórdicos en Europa. Y, por el contrario, la disposición de la propia vida mediante el suicidio es escasa en los países menos desarrollados. En muchos casos, el suicidio puede ser un acto libérrimo, si bien en otros es el resultado de acoso, de enfermedades mentales, u otras circunstancias que merecen una atención especial en las sociedades desarrolladas; pues en estos casos el suicidio no es un acto de libertad sino consecuencia de crisis personales y familiares, de deficiencias de nuestras sociedades, de los centros educativos o de los lugares de trabajo. Y cuando las personas no deciden libremente sobre su vida la sociedad debe intervenir para evitar que el suicida lleve a cabo sus propósitos mediante las medidas que directa o indirectamente reconduzcan la situación, en beneficio de los que necesitan ayuda; como una manifestación de solidaridad y humanidad. Es encomiable que, como hemos visto en muchas ocasiones, un agente de la autoridad o cualquiera persona hagan esfuerzos para disuadir al que pretende arrojarse desde lo alto de un edificio o poner fin a su vida por otros medios, pero son igualmente importantes las medidas que deben adoptarse en los centros de enseñanza para erradicar el acoso escolar, o el acoso en los centros de trabajo, o las penalidades que sufren los niños en hogares poco estructurados, y un largo etcétera de situaciones en que las personas requieren la ayuda de la sociedad. La tarea es ímproba y parece que existe un cierto consenso social en que debemos hacer un mayor esfuerzo en erradicar las causas de los suicidios que no son el resultado de actos de libertad adoptados por personas adultas. Menos consenso social existe en torno a la disposición de la propia vida, que llamaremos asistida, y exenta de violencia. Nos referimos a la eutanasia y a la muerte digna, que deben diferenciarse con claridad. La eutanasia se trataría de la libre disposición de la propia vida sin tener que recurrir a métodos violentos, como los de arrojarse desde un edificio, cortarse las venas, colgarse, u otros métodos que no necesitan la colaboración de los demás, pero que son procedimientos cruentos que debieran erradicarse en una sociedad avanzada. La eutanasia se trata de una muerte asistida incruenta, practicada necesariamente por una persona auxiliar a petición de personas que quieran poner fin a su vida, siempre que se pueda verificar que la decisión es un acto de libertad sin coacción alguna externa, y sean cuales sean las razones que determinen la adopción de dicha decisión. El derecho a la eutanasia con las garantías a que nos hemos referido debe regularse pues supone el reconocimiento, en una sociedad avanzada, de que los humanos somos los únicos dueños de nuestras vidas. La eutanasia debe configurarse como un derecho y, obviamente, no puede ser en caso alguno una obligación. De manera que los que por razones ideológicas o religiosas crean que no son los dueños de sus propias vidas no deben guardar ningún temor a que otros si lo consideren. La muerte digna también es necesario que se regule. Cuando las personas se encuentran al borde de la muerte, cuando no se puede esperar la curación de enfermedades terminales, y la aplicación de las artes médicas conduce a prolongar el sufrimiento, ninguna concepción religiosa o ideológica debe servir para infligir a dichas personas un sufrimiento que es inhumano, que no puede ampararse, como se ha pretendido, en el juramento hipocrático de los médicos. Una cosa es preservar la vida y otra bien diferente es perpetuar el sufrimiento de un ser humano. Las personas debiéramos tener derecho, en determinadas circunstancias terminales, particularmente cuando hayamos dejado de regir nuestra vida, a disponer documentalmente que se nos administre una muerte digna. Igualmente debiéramos tener derecho a disponer documentalmente, concurriendo determinadas circunstancias en que no seamos capaces de regirnos, que otra persona pueda tomar la decisión de poner fin al sufrimiento, o a una vida que se califique de vegetativa. No estamos sino postulando el respeto a la dignidad humana que forma parte de los valores más profundos de la cultura europea.