Esta semana se ha hablado -más- de los riesgos políticos que afronta el macrogobierno de veintidós ministros y la abuela que han conformado Sánchez e Iglesias. Medio país en la derecha reprocha a Sánchez que haya hecho una amable barbacoa con los independentistas con el fuego muy cerca de la pinocha de la Constitución. Incluso quienes sí aprueban el gobierno de coalición con Unidas Podemos -el único que parecía posible- sienten temor por el precio que haya que pagar a los soberanistas. Es como si, en términos generales, ya no preocupase un gobierno de izquierdas -¡que viene el lobo!, decían de Podemos- sino la influencia de los independentismos.

Pero el delirio catalán -que ya veremos cómo acaba- no es ni el único ni el mayor problema que debe enfrentar el nuevo Ejecutivo. Entrado ya en el 2020, tendrá que gestionar tres asuntos económicos que pueden ser potencialmente catastróficos. Por un lado, habrá de conseguir los recursos suficientes para responder a la exigencias de financiación territorial: es decir, dinero a espuertas para Cataluña y País Vasco. Un segundo asunto que puede acabar en conflicto es la contradicción entre su programa de gasto social y los recortes del gasto público exigidos por una Unión Europea con creciente mosqueo por el aumento de la deuda española. Y el tercer y último escenario, no menos preocupante, es que el pacto de izquierdas ha comenzado a escenificar un divorcio radical con el mundo empresarial: eso que llaman despectivamente los mercados, que son, a la postre, los que crean empleo en un país con demasiados parados.

Sánchez tiene que responder a unos pensionistas cada vez más cabreados; subir el salario mínimo; echar más dinero en las fauces de los territorios ricos que le apoyan con sus votos; subir el sueldo de tres millones y medio de empleados públicos... Pero por el otro lado tiene que ajustar el gasto de un país que este año ha recaudado ocho mil millones menos de lo previsto y cuya economía se va ralentizando cada vez más, como el pulso de un enfermo al que le empieza a fallar el latido cardiaco. Y no hay nada que presagie un año de expansión económica, sino todo lo contrario: el Banco Mundial advierte que estamos en los peores datos de crecimiento económico de la década.

Lo más sensato para España sería una política de contención del gasto público a corto plazo. Por eso mismo, lo previsible es que hagamos exactamente lo contrario. Si ganan las tesis de los enemigos del comercio, se van a cargar el Monopoly en dos telediarios. Gasto expansivo, leña al mercado, guerra con los buitres del IBEX y fiestas bailables. Y de postre le dirán a la Unión Europea -la que nos presta el dinero- que se metan sus ajustes por donde les quepan.

¿Y el dinero de dónde saldrá? El discurso de subirle impuestos a los ricos para el año 2020 está muy bien como argumentario electoral. Pero la cruda realidad es otra. El Estado fiscal se mantiene en los impuestos al consumo y a las rentas de las clases medias. En los 86 mil millones provenientes de las rentas del trabajo y los 76 mil millones del IVA. Se podrá ingresar algo más en el impuesto de sociedades, que está en 22.000 millones, y con los nuevos impuestos tecnológicos y a la banca. Pero no va a dar. Y si al final el agua le llega al cuello, cualquier gobierno termina metiendo mano en los sueldos y el consumo.

A medio plazo, tiene toda la pinta de que se volverá a cumplir aquello que dicen que dijo el que sería futuro ministro de Hacienda del PP, Cristóbal Montoro, cuando el gobierno de Rodríguez Zapatero se fundía el dinero de la caja del Estado en medidas sociales improductivas: "No pasa nada. Que hundan España, que ya la levantaremos nosotros".

La hundieron. Y luego llegó la crisis primero y el PP después, como salvador de la patria. Y levantaron España, sí señor: pero sobre el costillar de trabajadores y familias. Nos costó sangre, sudor y lágrimas. Veinte mil millones más en impuestos, que casi acabaron con la clase media.

Un país que sigue gastando más de lo que recauda, que sigue pidiendo préstamos a mansalva y que permite que su economía se congele, va de culo y sin frenos. No sé si esta vez le tocará hacerlo a los que ahora están en el poder, una vez rotos sus sueños líquidos, o lo harán los salvapatrias que lleguen después de un nuevo hundimiento. Pero está ahí, en el próximo horizonte, una subida de los impuestos al consumo que nos va a congelar el alma y la cartera. Las fiestas siempre se pagan. Y siempre las pagan los mismos.