No llevo aquí el tiempo suficiente, así que soy como el primer Sabina, aquel que decía "cuando la muerte venga a visitarme que me lleven al sur, donde nací".

Todavía no tengo ese batiburrillo loco de zetas, ces y eses dislocadas y bilocadas que suelen distinguir al paisano que lleva un tiempo largo en la meseta. Aún traigo el mar en los ojos, que no es equivalente, de ninguna manera, al pelo de la dehesa. Y me pregunto si cada isleño, cuando llegó a este puerto sin puerto, también lo traía en los suyos.

Sin conocer Madrid, la conocía a través de las canciones. Así supe que el psiquiátrico estaba en Ciempozuelos y que el Piramidón es como llaman aquí al hospital Ramón y Cajal. Supe que el Penta era un bar que tenía que pisar algún día, aunque luego la cosa no fuera para tanto, y que si el Rock-Ola resucitaba, ahí estaría yo. (Estuve, y eso sí dio para más). Intuí que los áticos en Concha Espina debían estar por las nubes y me emocioné la primera vez que me subí a la línea 1, la azul, del metro: Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal.

Con Carandell descubrí que propios y extraños se reían del río Manzanares, que tiene más nombre que otra cosa. "Bebióme un asno ayer y hoy me ha meado", le hizo decir Góngora, que abundó en la crueldad: "Duélete de esa puente, Manzanares; mira que por ahí dice la gente que no eres río para media puente y que ella es puente para muchos mares".

De Antonio Gómez Rufo, de su conversación y su literatura, aprendí, hace poco, que no había aprendido nada. Un día le dije (de nuevo, por Sabina): "Mola más tu Madrid que el Aranjuez de Rodrigo". Y lo sostengo.

Antonio, que escribe la ciudad como nadie, me reveló que aquí puedes vivir y, lo que es mejor, sobrevivir sin salir de tu barrio. Y es absolutamente cierto.

Hay en esta urbe tan distinta a la mía muchas cosas que la hacen agotadora y cargante. Todavía me cuesta ir zarandeada por la gente que viene y va, de un lado a otro, siempre con urgencia, siempre como si no hubiera en la vida nada más importante que ese trayecto. A veces imagino que no tienen, como aparentan, destino ni propósito. ¿Qué persona que lo tenga salta por encima de los demás como loca, va más rápido que los semáforos, hace de su vida una maratón eterna?

Cuando se lo hago ver a alguno de esos peatones, el interpelado solo atina a encogerse de hombros y balbucir alguna excusa.

Pero yo quiero respuestas.

Quiero saber por qué a la ciudad abierta y acogedora no se le ocurrió hasta hoy darle a Galdós el título de Hijo Adoptivo. A él, precisamente a él, el hijo y el padre y el hermano y el amante del Madrid que fue y del que está siendo.

Quiero que me expliquen por qué nadie canta el himno de la Comunidad, esa maravillosa broma que les escribió García Calvo, con música de Sorozábal y que dice, con una sorna muy propia: "Lo que pasa por ahí todo pasa en mí, y por eso funcionarios en mí y proletarios y números, almas y masas caen por su peso; y yo soy todos y nadie, político ensueño. Y ese es mi anhelo, que por algo se dice: De Madrid al cielo".

Y qué cielo. Nueve de cada diez atardeceres son para quedarse a vivir en ellos. Y me quedo. De momento, me quedo, tan feliz como lo fui en mi ciudad pequeña y lenta.

De momento. De momento, cuando la muerte venga a visitarme, si queda alguno de ustedes, que me lleven al sur, donde nací.

No me lo tomen a mal. Es que yo en La Almudena no conozco a nadie.