Hace años un reputado colega cincuentón expresaba el descubrimiento que a su edad había supuesto tener un hijo. Decía no haber sospechado que el acontecimiento pudiera tener tanto significado. Le escuché con atención, a medias por lo inusual de la confesión y a medias porque hacía mucho que tenía el sentimiento de que cada uno de nuestros hijos era, para su madre y para mí, el acontecimiento más decisivo y feliz que había tenido lugar en nuestras vidas. Pensé que, al menos en eso, le había adelantado en una veintena de años.

Mi colega no hacía más que perpetuar una secular oposición entre el modus vivendi de los intelectuales europeos y la vida familiar con hijos, que se inauguró con ejemplos tan célebres como el de Rousseau, fundador de la pedagogía moderna y padre de cinco hijos que entregó a instituciones de beneficencia. Esa poca afinidad entre las élites intelectuales y los hijos hunde sus raíces en la castidad religiosa medieval y su extensión al celibato académico en las universidades que fundaron. Ciertamente, no hay que discutirles que los hijos ocupan mucho tiempo.

En cualquier caso, la modernización de las sociedades ha convertido en materia de elección aspectos de la vida que antes formaban parte de las practicas más indiscutidas. Entre ellos, el hecho de tener hijos. Nacer, crecer, reproducirse y morir, eran episodios naturales, mientras que hoy todos ellos se han convertido en materias de elección propia o ajena.

Lo cierto es que algo que antes iba de suyo con el acceso a la condición de casados, que a su vez iba también de suyo con la primera y mínima autonomía económica, hoy se ha hecho problemático. En primer lugar, como sabemos, los matrimonios no solo han disminuido, sino que se han demorado enormemente. En segundo lugar, la condición de casados y la de padres se han separado, pues no solo hay muchos casados que no tienen hijos o que demoran tenerlos hasta casi el límite biológico de la fertilidad, sino que hay padres y madres solteras, ya sea por procedimientos naturales o artificiales.

También resulta obvia la importancia que los condicionantes laborales y económicos introducen en la decisión de tener un hijo y de cuántos se pueden tener, fueran cuales fueran los deseos de las personas y las parejas. Por eso, resulta todavía más desconcertante que la trasformación del hecho de tener hijos en un derecho sea simultánea al descenso crítico del número de hijos que se tienen en nuestras sociedades. Y todavía más que las reivindicaciones para mejorar las condiciones laborales, económicas y legales que lo favorecieran sean tan marginales e irrelevantes.

Podría argüirse que la tasa de natalidad española, la segunda más baja del mundo, sería motivo suficiente para convertir este asunto en materia de interés público. También podría aducirse que ninguna transformación histórica será tan sustancial como el hecho de que las siguientes generaciones sean tan exiguas que no se basten a ni para su propia viabilidad. Pero nada de todo lo anterior parece remover un estado de opinión apático al respecto.

Y me parece comprensible, porque, subjetivamente hablando, nadie tiene hijos para que subsistan los estados y sus naciones, ni tampoco, pese a la vieja doctrina escolástica, para la subsistencia de la especie. Tener hijos es algo cuyo sentido nace de mucho más adentro y no es sustituible por ninguna de esas conveniencias funcionales. Pero, precisamente por eso, el hecho de que apenas tengamos hijos es revelador de un proceso de importancia crucial en nuestras vidas como sujetos primero, y como miembros de una sociedad después.

Tener hijos significa sentir al respecto de la vida y pese a sus mil penalidades una visión capaz de celebrarla, hasta el punto de estar dispuesto a asumir para otros la insoslayable vulnerabilidad de vivir, a sabiendas de los peligros que no se les podrán evitar a los hijos. Por eso, tener hijos es un acto de optimismo que acepta el mayor de los riesgos en la confianza de que a pesar de todas sus dificultades se podrá guardar el equilibrio sobre el alambre de una felicidad razonable y, en todo caso, de una existencia en compañía.

En ese sentido, cada hijo es una cuenta que han echado sus padres y en la que la vida le ha ganado a la muerte, a pesar de su seguro desenlace. Que la vida merezca regenerarse aunque el destino de todos sea morir, también para cada uno de nuestros hijos y sus hijos, es un ejercicio de libérrima vitalidad que la justifica por breve que sea. El baby boom posterior a la Segunda Guerra Mundial, el mayor de todos los conocidos, fue señal de que el mero hecho de seguir vivo, es decir, la vida misma se había convertido en motivo de celebración entre los supervivientes.

Todos los padres somos, en ese sentido, supervivientes, pues nos burlamos de la muerte no dejándole que sea la última palabra sobre el mundo. Multiplicando la vida y relegando su ruina a lo que es, una catástrofe que no merece la soberanía de nuestra rendición. Hay una inteligencia vital de naturaleza primordial en el hecho de engendrar vida nueva, que todas las formas de inteligencia reflexiva no son capaces de sofocar.

Cada hijo es un fruto de esa inteligencia primordial. Pese a las diatribas casi unánimes y a la mirada de soslayo dominante entre los intelectuales, lo cierto es que tener un hijo es un acto de inteligencia más original y más profunda que todas sus razones en contra. Es seguro que hay personas sin hijos que tienen esas mismas disposiciones, pero entonces es casi seguro también que celebran así la vida de los que nacen. Y también es seguro que hay padres que carecen de esa disposición, pero entonces es casi seguro que tampoco pueden celebrar la propia vida.

Hay, por último, una experiencia silenciosa y casi unánime que nos une a todos los padres: cuando vemos a cada uno de nuestros hijos, incluso al que sobrelleva la forma más dura de la existencia, ninguno preferiríamos haberlo cambiado por una existencia más cómoda, con más tiempo y algún que otro éxito profesional. Eso solo ocurre con los hijos que no se han tenido.