Cuando el componente mostrenco del discurso político estalla con redoble de tambores, haciendo indistinguible si se trata de algo intrínseco al conflicto entre el fin y los medios, o un reflejo de la cortedad de los intérpretes, me vienen a la cabeza páginas de otro territorio sentimental, lo que puede ayudar a mitigar la repugnancia que provocan la música de campaña y las arengas castrenses. Revive la amargura de Machado, contemplando con pena trémula de escarcha los topetazos de las dos Españas, la que ora y embiste, sin otra visión que su convicción de ser los amos del cortijo, y la que se deja arrastrar a la querencia de la anterior. O el lúcido dolor de Gil de Biedma desde su lúgubre visión de España, "ese país de todos los demonios" cuya historia termina mal "por la pobreza y el mal gobierno". O la prosa carente de sectarismo de Manuel Chaves Nogales, tan limpia e impregnada de la tristeza del exilio como de la posición privilegiada de periodista en el Madrid ocupado, desde un diario cercano a Azaña -cuyo nombre, hace un par de días, despertó el odio salvaje en la bancada de la derecha que ocupa el Parlamento en la actualidad-. De allí salió, mientras el gobierno legítimo de la República se trasladaba a Valencia, para morir por una infección de mierda en un hospital londinense pocos años después, sin haber cumplido medio siglo. Considerando el grado de polarización -política y groseramente interesada en unas zonas de la paleta, y torpemente sobreactuada en otras-, me temo que los tres serían tratados de mala manera en los tiempos que corren, en el caso de que pudieran manifestar, sin censura, lo que pensaban. Machado murió en la frontera como un despojo, y aunque Chaves Nogales lo hizo sobre una mesa de operaciones, estaba convencido de que "había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros", lo que no reflejaba equidistancia vacilante alguna, sino la constatación de la realidad que vive en la profundidad de cada secta. Mientras que -según él mismo confesó desde Francia en 1937, en el prólogo de su libro A sangre y fuego- un grupo fascista había acordado su asesinato en los primeros días de la guerra, "como una medida preventiva contra el posible triunfo de la revolución social", temía igualmente que desde el otro lado pudieran abrigarse intenciones similares. Pero se quedó en su puesto "a luchar contra el fascismo con el arma de su oficio", sin negar su "falta de convicción revolucionaria" y "su protesta contra todas las dictaduras". En sus relatos se adivina dónde estaría hoy, y estoy convencido de que no se lavaría las manos. Entre la caverna que entona la música del "Viva Franco" mientras estira el cuello e infla la pechera, y la irrelevancia de quien quería ocupar el centro sin entender que en política la geometría consiste en una decisión oportunista, Chaves Nogales estaría en el lugar de la honradez, y pasaría frío.