Montserrat Bassa, de Esquerra Republicana de Cataluña, tuvo una emotiva intervención en el debate de investidura celebrado esta semana en el Congreso. Una de esas en las que se habla con las vísceras en la mano. Contó que España y los jueces españoles le habían arrebatado a su hermana Dolors, condenada a doce años en el juicio del procés. Que le habían robado el tiempo de estar con su familia y su madre. "¿Creen ustedes que a mí me importa la gobernabilidad de España?" vino a decir. La respuesta es, naturalmente, que le importaba un pimiento.

Cuando la política se hace con el corazón, en vez de con el cerebro, se adentra uno en el universo de las emociones, en el que cada alma es una patria independiente. Te conmueve escuchar a Monserrat Bassa. Pero de la misma forma que te sacude el corazón escuchar la narración de un ciudadano de Barcelona contando cómo los independentistas le destrozaron su tienda, como le amenazaron, como le estigmatizaron y le expulsaron del barrio y de Cataluña por no saber ni querer saber hablar una segunda lengua que no siente suya.

Dicen que el corazón tiene razones que la razón no alcanza. Por eso es un mal gobernante. A este país le sobra pasión y le falta reflexión. Lo que hemos visto en la gran casa de la política española, el Congreso -ese noble lugar en donde reside la soberanía del pueblo y, en teoría, sus más elevados representantes- ha sido desolador. No hablo solamente de las frases hirientes, de las acusaciones rayanas en el insulto, de la falta de respeto por el otro, del comportamiento de los diputados jabalíes de una u otra bancada... No. Todo esa miseria, de alguna manera, ha existido en los parlamentos españoles desde Cádiz hasta acá. Desde la tribuna de oradores se han lanzado amenazas de muerte, advertencias de golpes de estado o expresiones de odio o exterminio ajeno. Hablo de la muerte del consenso.

La Constitución del 78 nos ha dado cuarenta años de convivencia en los que España ha devenido de una dictadura a ser una democracia parlamentaria y una sociedad de las más desarrolladas de Europa. Y ese milagro se ha forjado con dos grandes corrientes ideológicas, la conservadora y la socialista, que en distintas ocasiones han ejercido el poder y han logrado, a pesar de sus duros enfrentamientos, reformas trascendentales que han impulsado la prosperidad del estado del bienestar.

Pero donde estamos ahora es en la división y en la ruptura. Los territorios se quieren desgajar en naciones independientes. La política manosea a la Justicia para encarcelar a sus adversarios. Y el poder es más que nada un recurso al servicio de los partidos. Pero, lo que es peor, los ciudadanos se están convirtiendo en aquello que ven. La calle se está volviendo radical. La vida pública se ha convertido en un Belén y en el espejo que hace de río beben los peces del odio. Y beben y vuelven a beber, los peces de esta España que vuelve a oscurecer.