Ayer dio comienzo, con apenas dos votos de diferencia en la investidura de Sánchez, la que probablemente será la legislatura más crispada y difícil de la Democracia, con la derecha contagiada por el efecto Vox y echada al monte, la izquierda atrincherada en su discurso más radical, y los independentistas controlando la situación. Sánchez se enfrenta a una etapa de extraordinaria complejidad, en una forzada coalición con los podemitas que hace unas semanas le producían insomnio, y con el respaldo necesario -por la vía de la abstención- de las mismas fuerzas independentistas que ya le tumbaron los presupuestos hace pocos meses.

Para evitar que eso vuelva a ocurrir, para contar con los votos necesarios y poder aprobar las leyes y políticas anunciadas en su acuerdo con Unidas Podemos, Sánchez deberá ajustar sus decisiones a las exigencias de Esquerra en relación con Cataluña (ya se comienza a plantear sin ambages el indulto de los presos) y avanzar en la dirección que Esquerra quiera en esa mesa bilateral de negociación entre el Gobierno y la Generalitat, que se ha convertido en la tercera Cámara de la nación: "Si no hay mesa no hay legislatura", ha dicho Gabriel Rufián, y su segunda, Montserrat Bassa, ha sido aún más precisa: "Me importa un comino la gobernabilidad de España", sentenció con descarada contundencia la diputada en el Congreso. A ellos lo que les interesa no es la gobernabilidad, sino tener al Gobierno bien pillado. Como lo tienen.

Una legislatura compleja, pues, que arranca con una investidura en la que el diccionario se ha vaciado de insultos? Sánchez no se dio por aludido por los que sus nuevos compañeros de viaje dedicaron al rey, a las instituciones del país o al propio PSOE, pero sí ha contestado a los recibidos desde los escaños de la derecha: "No voy a contar con una oposición leal", certificó con optimismo. ¿Optimismo? Sí, porque ni siquiera está claro que vaya a contar con un Gobierno leal, y menos aún con la lealtad del PNV, Bildu o Esquerra?

Por lo demás, la capacidad de actuación del Gobierno depende de una casi imposible cohabitación con el PP, dado que para gobernar depende de tres ecuaciones: en el mejor de los escenarios podría lograr más votos 'sí' que votos 'no' para aprobar leyes comunes o los presupuestos (sin presupuestos, la legislatura nacería muerta); pero necesita mayoría absoluta -176 diputados- para aprobar o cambiar leyes orgánicas; y tres quintas partes del Congreso -210 diputados- para renovar el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, instituciones que hoy cuentan con mayoría conservadora. Si no consigue esos 210 diputados, los jueces serán el mayor freno a la acción de este Gobierno, como señaló certeramente Pablo Iglesias en la investidura.

Sánchez lo tiene, pues, muy crudo para gobernar, no podrá hacer mucho, y podría ocurrir que si no prospera su osado experimento en Cataluña, paguen una terrible factura -él y el PSOE- en el futuro. Pero que Sánchez no pueda gobernar no quiere decir que vaya a resultar fácil echarlo: articular una mayoría alternativa a la suya no parece posible. Por eso se ha lanzado a escribir este nuevo capítulo de su Manual de resistencia: camina sobre un alambre, pero lo hace con red.