Antes estaba más o menos claro. La derecha encontraba despreciable a la izquierda por su ineficacia e ineficiencia y por la sospecha de que bajo las sonrisas de las buenas intenciones supuraba un resentimiento histórico. La izquierda denunciaba que la derecha tomaba las instituciones y los presupuestos públicos como si fuera un patrimonio propio y estaba esencialmente enemistada con la pluralidad y con el futuro. Aunque todas esas líneas siguen identificándose y cruzándose para crear curiosos arabescos, en realidad ya apenas funcionan como argumentos políticos o insultos retóricos. Tanto en la derecha como en la izquierda pueden encontrarse ejemplos espeluznantes de patrimonialización de la administración pública (Galicia, Cataluña o la Andalucía gobernada por el PSOE no agotan el muestrario) y ya la superioridad moral ("a mí y a mi partido ni una lección sobre esto señor Menganito") está a mano de cualquier sinvergüenza. Ambas partes han jugado a la polarización y este es el peligroso resultado.

Por eso es tan extraño que desde la izquierda se alerte sobre la ferocidad con la que (sin duda) será agredido el nuevo Gobierno, pero se encuentre perfectamente normal que Rufián advierta que si no les gusta el desarrollo del comprometido proceso negociador entre Ejecutivo y Generalitat "se acabó la legislatura". O que desde la derecha se insulte no ya a Bildu, sino al portavoz del PNV, el mismo PNV que en su día afirmó, por boca de Xavier Arzallus, que habían obtenido más de Aznar en tres meses que de Felipe González en trece años. El PP es ahora mismo -desgraciadamente- una manada de jabalíes incontrolables. Pero hay que observar una circunstancia inédita en las postrimerías del felipismo o durante el mandato de Rodríguez Zapatero: el PSOE ha elegido para que su candidato siga siendo presidente del Gobierno un acuerdo de investidura con ERC, cuyo máximo dirigente ha sido condenado por delitos graves en su operación para demoler el orden constitucional y estatutario en Cataluña. Después de sostener lo contrario hasta la náusea, después de garantizar a sus votantes que no lo haría, Pedro Sánchez se ha puesto en manos de los independentistas catalanes para gobernar. Y gobernará sin poder (ni querer) ponerse de acuerdo con el PP para reformar leyes orgánicas, no se diga aprobar cambios en la Constitución. Será un Gobierno cuya supervivencia estará fuertemente condicionada por sus socios nacionalistas y cuya capacidad de reformas estructurales es muy limitada, si no nula: solo cuentan con 155 diputados.

En su intervención parlamentaria del pasado sábado Pablo Iglesias tuvo una curiosa referencia a los "movimientos sociales" sin cuyo concurso, a su juicio, "este acuerdo (entre el PSOE y Unidas Podemos) no hubiera sido posible". Por supuesto, se trata de una notable majadería. Todo el mundo conoce las razones y los meandros del acuerdo, por qué no fue posible en el verano pasado y, en cambio, cómo se rubricó fulminantemente apenas tres días después de los últimos comicios. Iglesias no va a ejercer de vicepresidente ceremonial o ministro al uso. Iglesias va a introducir nuevos métodos y formatos de relación con "movimientos y organizaciones sociales", que terminarán siendo tan socios suyos como Sánchez. Esos formatos de relación no supondrán tanto un rediseño de la institucionalidad -UP será un socio minoritario- como una praxis destinada a hacer política de partido y fortalecer su organización desde los ministerios.